Manolo García sacó músculo musical y sociológico durante las tres horas que duró el primero de sus conciertos en València -le quedan otros dos, con todo el papel vendido- delante de una legión de fans que ocupaba una franja de edad de al menos tres generaciones: abuelos, hijos y nietos. Desde un exquisito montaje escénico de aires nómadas, con un espectacular juego de luces, proyecciones de sombras chinescas y títeres de papel al trasluz, jaulas para pájaros evocadoramente inhabitadas, cirios y farolillos, el catalán repasó su repertorio en solitario sin dejar de lado la legendaria labor realizada en El Último de la Fila. Y lo hizo en medio de la febril agitación de un público que lo idolatra hasta el delirio y que, desde hace treinta y cinco años lo venera como un modelo vital, musical y filosófico. Fieles que acuden a sus conciertos a intentar tocarlo mientras él se pasea entre el patio de butacas o sube las escaleras hacia el paraíso, a regalarle flores, a sacarse una foto con él, a grabarlo con el móvil, a abrazarlo, a gritarle guapo y a decirle te quiero con una inoportuna energía que alcanza en ocasiones lo grosero y afea el discurrir del recital.

Y es aquí donde lanzo mi reflexión. ¿Qué sentido tiene plantear un concierto acústico delante de seguidores que reaccionan de manera eléctrica? Habitualmente, con este formato se busca la intimidad, la cercana calidez palpitante entre el artista y sus fieles, que redescubren su catálogo en completa desnudez o adornado levemente con otros matices sonoros que sólo se pueden apreciar en un ambiente de silencio casi absoluto. Cuando 1.500 personas rugen, cantan o dan palmas, el espectáculo se resiente gravemente, la magia se pierde entre el colosal y frío espacio vacío que hay entre la platea y el techo del auditorio del Palau de Congressos. Con ese planteamiento, las guitarras y mandolinas, los laúdes, contrabajos, dobros, y cientos de percusiones minimalistas con aroma a cuenca mediterránea y Oriente Medio se ahogan en el griterío. Y la voz de García enmudece por momentos.

Sucedió en "Navaja de papel", "Oscuro abismo", "Pájaros de barro", "San Fernando", "Carbón y ramas secas" y "Somos levedad", propulsadas por la intensidad desbordada de mil voces en éxtasis y ensombrecidas por las pantallas luminosas de otros tantos teléfonos, de esos contra los que clama, de manera estéril, el ídolo. Sin embargo, fueron las tonadas de su época junto a Portet las que destaparon descaradamente el asunto. Con "Sara", "Lápiz y tinta" o "Ya no danzo" el personal abandonó sus sillas y se agolpó ante el tablado, acabando con cualquier actitud cercana al recogimiento y la posibilidad de apreciar unas canciones sabiamente modificadas, sí, pero para presentarse ante aforos mucho más reducidos, espacios más recogidos y públicos menos ansiosos.

Creo que, por todo ello, la llama eterna de la inspiración de Manolo y sus extraordinarios músicos se percibió el miércoles como el mortecino destello de una hoguera, opacado por la niebla. Como luciérnagas abatidas por el terrible zarpazo del monzón.