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Crítica musical

Luciérnagas en el Monzón

Luciérnagas en el Monzón

M anolo García sacó músculo musical y sociológico durante las tres horas que duró el primero de sus conciertos en València -le quedan otros dos, con todo el papel vendido- delante de una legión de fans de al menos tres generaciones: abuelos, hijos y nietos. Desde un exquisito montaje escénico de aires nómadas, con un espectacular juego de luces, proyecciones de sombras y títeres de papel al trasluz, jaulas para pájaros inhabitadas, cirios y farolillos, el catalán repasó su repertorio en solitario sin dejar de lado su labor en El Último de la Fila. Y lo hizo en medio de la febril agitación de un público que lo idolatra hasta el delirio y que lo venera como un modelo vital, musical y filosófico. Fieles que acuden a sus conciertos a intentar tocarlo, a regalarle flores, a sacarse una foto con él, a grabarlo con el móvil, a abrazarlo, a gritarle guapo y a decirle te quiero con una inoportuna energía que alcanza a veces lo grosero y afea el discurrir del recital.

¿Qué sentido tiene plantear un concierto acústico delante de seguidores que reaccionan de manera eléctrica? Habitualmente, con este formato se busca la intimidad, la cercana calidez palpitante entre el artista y sus acólitos, que redescubren su catálogo con matices sonoros que sólo se pueden apreciar en un ambiente de silencio casi absoluto. Cuando 1.500 personas rugen, cantan o dan palmas, el espectáculo se resiente, la magia se pierde entre el colosal y frío espacio vacío que hay entre la platea y el techo del auditorio del Palau de Congressos. Con ese planteamiento, las guitarras y mandolinas, los laúdes, contrabajos, dobros, y percusiones minimalistas se ahogan en el griterío. Y la voz de García enmudece por momentos. Sucedió en «Navaja de papel», «Oscuro abismo», «Pájaros de barro», «San Fernando», «Carbón y ramas secas» y «Somos levedad», propulsadas por la intensidad desbordada de mil voces en éxtasis y ensombrecidas por las pantallas luminosas de esos teléfonos contra los que clama el ídolo. Pero fueron las tonadas de su época junto a Portet las que destaparon descaradamente el asunto. Con «Sara», «Lápiz y tinta» o «Ya no danzo» el personal abandonó sus sillas y se agolpó ante el tablado, acabando con cualquier actitud cercana al recogimiento y la posibilidad de apreciar unas canciones sabiamente modificadas, sí, pero para presentarse ante aforos mucho más reducidos y públicos mucho menos ansiosos. La llama eterna de la inspiración de Manolo y sus extraordinarios músicos se percibió el miércoles como el mortecino destello de una hoguera, opacado por la niebla. Como luciérnagas abatidas por el terrible zarpazo del monzón.

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