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Crítica musical

El triunfo de la pasión

El triunfo de la pasión

No defraudó a nadie Javier Eguillor en su actuación solista junto a la Banda Municipal de València. A pesar de la mucha expectación generada -mediática y de todo tipo-, fundamentalmente gracias a la labor del propio intérprete, que es un as en los timbales pero también en el vivo empeño por lograr promocionar el arte al que ha consagrado su vida y sus ilusiones-, Javier Eguillor (Xixona, 1975) lució su preparación técnica, su poderosa naturaleza artística y sus dotes concertantes en el estreno en València de Raise the Roof, concierto para timbales y orquesta del compositor estadounidense Michael Daugherty (1954), escuchado por primera vez en su versión original a Brian Jones con la Sinfónica de Detroit y Neeme Järvi, aunque la dada a conocer el sábado en València, es la de 2007, reinstrumentada para banda.

Solista de lujo de la Orquesta de València y de cualquiera de las grandes formaciones internacionales con las que colabora en calidad de artista invitado, Javier Eguillor es músico de los pies a la cabeza. Un timbalero apasionado que parece haber nacido para eso, para tocar los timbales, que él convierte en un instrumento capaz de todo, «incluso de cantar», como le dijo con admiración Frühbeck de Burgos en una de sus últimas visitas al podio de la Orquesta de València. Su decidido entusiasmo, trufado de virtuosismo y de pasión por su particular especialidad instrumental, es patente en todas sus interpretaciones, siempre enriquecidas por su inagotable carga vital. El concierto de Daugherty -unos catorce minutos cargados de evocaciones, registros y ambientes sonoros- está plagado de dificultades y exigencias de todo tipo. Eguillor, con su técnica forjada en el talento, el trabajo y la mejor escuela, sortea sin sobresaltos las dificultades para volcarse en la recreación artística. Más que tocar los timbales, se funde en ellos para convertirse en parte misma de sus entrañas.

Entre los variados paisajes expresivos que surca el concierto en su rápido desarrollo, aparecen incluso resonancias propias de las músicas de los viejos western, de El Bueno, el Feo y el Malo y similares, pero que pronto evolucionan hacia un lenguaje más personal y hábilmente desarrollado por el experimentado escribidor de música que es Daugherty. Eguillor, acompañado con intención por los profesores de la Banda Municipal y su actual titular, Rafael Sanz-Espert, bordó una versión in crescendo, muy en línea con la partitura, que encontró su momento de mayor esplendor en la cadencia, donde el solista desgranó y exhibió sus inagotables recursos técnicos, hasta el punto incluso de -como decía Frühbeck- casi hacer cantar los timbales, efecto para el que se ayudó del uso magistralmente empleado de los pedales y de cuantas posibilidades brinda un instrumento que él domina con tanta pericia y saber.

El éxito, ante un Auditori del Palau de les Arts al borde del pleno, fue rotundo y claro. Triunfó, sí, el artista virtuoso, pero también el músico apasionado con lo que hace, generoso y capaz de todo para sacar adelante su instrumento y su carrera. «Yo es que toco el timbal, no un piano o un violín, así que tengo que hacer un enorme esfuerzo añadido para abrir camino», dijo Eguillor con más razón que un santo horas antes de su actuación, como emulando de alguna manera la labor pionera de Segovia con la guitarra. Su actuación no terminó con el estreno valenciano del concierto de Daugherty, sino que se prolongó aún, fuera de programa, con el regalo de un arreglo sintetizado para batería y banda escrito expresamente para esta ocasión por el percusionista de Rafelbunyol Jesús Salvador, «Chapi», de la Suite para batería y conjunto de percusión de David Mancini. El versátil Eguillor dejó aquí los timbales para revelarse como un batería también de primera. ¡Fue el delirio!

Antes y después, la Banda Municipal (que mejor sería que se llamara «Bando municipal», por tener una plantilla más machista que la Filarmónica de Viena en sus tiempos más retrógrados: únicamente cuatro mujeres figuran en su abultada y sexista plantilla) actuó en solitario, para hacer oír una transcripción para banda de las Danzas fantásticas de Turina que no acaba de funcionar con tanto y tantos viento, y, en la segunda parte, El jardín de la Hespérides, especie de obvio poema sinfónico firmado por José Suñer-Oriola, pero en el que las resultonas resonancias del Strauss de la Sinfonía Alpina, de Stravinski, y hasta del mismísimo Wagner tetralógico resultan demasiado palmarias. Asombra que una obra así surja en un siglo XXI que tan entradillo en años anda ya.

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