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Den de beber a las cobras

Detroit Cobras

16 toneladas

Menudo concierto canalla el de Detroit Cobras el jueves pasado. De borrachera, carne y ruido, que no todo va a ser sublimarse ante seres de luz llegados del celestial hogar de las musas, tal y como les vengo contando últimamente. De rocanrol garajero, festivo y destructor. Como una cuba y jurando como un arriero, Rachel Nagy, cantante y ex bailarina de striptease, subió tambaleándose al escenario e inmediatamente se apoderó de él. A su izquierda, la otra cobra original, la beatífica guitarrista Mary Ramírez derrochaba paciencia para su consorte, aguantando mordiscos y tirones de pelo. Dos mujeres en pleno subidón montando un numerito de sudor, decibelios y juerga despendolada; una morena y una rubia, hijas del pueblo de Detroit, que si cogen a don Hilarión se lo meriendan por las patillas y después incendian Chamberí. Y en un principio parecía que la cosa iba a transcurrir en orden. El manager había escondido las botellas y The Heatwaves, teloneros castellonenses, animaban el cotarro con su delicioso ejercicio de nostalgia sesentera disfrazada de punk pop melódico. Háganse la idea de que Marie Laforet cantara con los Ramones, o la misma Leslie Gore, que es lo que ellos hubieran querido en sus sueños más lúbricos. Una sorpresa agradable, jovial y rematadamente fresca apoyada principalmente en la elegante voz y la cautivadora presencia de Ana, que se unió a esta banda de veteranos después de verla cantar en un karaoke. Y al cabo del rato, todo ese recato por el aire, al compartir contoneos y ardientes caricias con la Nagy sobre el tablado, restregándose, con unos meneos que empañaban las gafas, dejando el suelo lleno de babas y vidrios rotos. Que el rock and roll es sexo, alcohol y cachondeo, pero no a costa del lado artístico y musical. Y a pesar de la cogorza, la titi cumplió. Con esa voz profunda y oscura, con esas muecas y esos golpes de melenón que matan a un tío, fogosa y desesperada, agarrada a un vaso de vodka, a un tercio de cerveza, a un pie de micro o a sus propios fantasmas de desamor, sufrimiento y abandono.

«Cha cha twist», «Bad girl», «Shout Bama Lama», «Hey sailor» y el resto del repertorio sonaron a pura tralla en un bolo hermoso y grotesco a la vez, que estuvo siempre al borde del abismo, como un tren a punto de descarrilar, al límite de lo profesionalmente solvente. Con los tres maromos del grupo tocando rock a piñón, ajenos a las oleadas de calor que brotaban de la entrepierna y las axilas de la cantante, que intentaba rebajar la temperatura echándose agua por encima, mojándose el pelo y lavándose la cara. Esa es la actitud de un grupo que sale todas las noches a morir o a matar, o a morir matando, reinterpretando como si fueran suyas las más ocultas y polvorientas canciones del más olvidado artista que puedas imaginar. Buscando divertir y divertirse, engullendo autopistas y litros de priva por el camino, aireando sus glorias y sus miserias delante de ti, como si fueras parte de la familia.

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