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Inspiración divina

Obras de Respighi, Schumann

y Liszt

palau de les arts

Orquesta de València. Coral Catedralicia de València. Solista: Mischa Maisky (violonchelo). Director: Ramón Tebar. Lugar: Auditori del Palau de les Arts. Entra­da: Alre­de­dor de 1200 perso­nas. Fe­cha: 28 noviembre.

Hace ya muchos años que el letón Mischa Maisky (Riga, 1948) está reconocido como uno de los grandes violonchelistas de su tiempo, que es éste. Discípulo de Rostropóvich y Piatigorski, y devoto de Casals (como confiesa en la enjundiosa entrevista firmada en Levante-EMV por Lucía Prieto), el siempre apasionado concertista ha retornado a València para una doble cita melómana: la protagonizada el jueves con la Orquesta de València y la que en solitario ofrecerá mañana domingo en el complicado espacio del Palacio de Congresos con tres suites para violonchelo a solo de Bach.

Artista incombustible, excéntrico siempre en sus formas y maneras; músico a prueba de bomba, entrañable y con carácter, Maisky hizo gala de su profesionalidad y pundonor al salir a tocar como si tal cosa instantes después de haber sufrido un grave traspiés en las escaleras imposibles -¡Calatrava!- que conducen al escenario del fallido Auditori del Palau de les Arts. Se dañó un dedo y a punto estuvo de acabar -rodando- él en el hospital y su «precioso violonchelo italiano» en el lutier o en la basura. Nada se notó en su actuación, que comenzó calmosamente con el poco trillado Adagio con variaciones que concluye Respighi en 1910 para violonchelo y piano, y del que posteriormente preparó la versión orquestal ahora escuchada. Fue una lectura cuidada que contó con el acompañamiento neutro pero efectivo de Ramón Tebar y una Orquesta de València a la que se la sentía encantada de la vida de compartir escenario con la estrella rutilante.

Bastante más fondo atesora el Concierto para violonchelo de Schumann, música que, como indica Maisky en la citada entrevista, «a los violonchelistas les encanta, pero al público no siempre». Composición, efectivamente, comprometida de tocar y difícil de escuchar, anárquica en su forma como tantas otras del creador de la Sinfonía Renana. Maisky se identifica de pleno con el ardor romántico schumanniano, que redondea con el virtuosismo que siempre ha caracterizado su carrera; la precisión en los ataques (aunque excepcionalmente se enredara en las notas finales del concierto) y una afinación precisa que es marca de la casa. También le es próximo su universo libre y desestructurado, que casa como anillo al dedo con la impronta vital de un artista que siempre se ha distinguido por su vehemencia y libertad expresivas.

Fue, en definitiva, una versión calurosa y brillante, de marcados contrastes y dicha desde un dominio instrumental cuya brillantez y virtuosismo en absoluto distrae su abierta naturaleza expresiva. La Orquesta de València fue cómplice de un cuidado e implicado acompañamiento, a pesar de que Tebar permaneciese distante de la intensa, fogosa y natural implicación que marcaba el solista. Algo parecido ocurrió en el ensoñador bis ofrecido de propina, el más que melancólico Nocturno en re menor (Opus 19 número 4) de Chaikovski arreglado para chelo y orquesta por el propio compositor, en el que también se lució el flauta solista Salvador Martínez.

Brillante, cuidada, recuperada y transfigurada como por arte de birlibirloque del desastre de la Novena de Beethoven de una semana antes se mostró la Orquesta de València en la segunda parte del programa, donde lució calidad, empuje, empaste y virtuosismos solistas y de conjunto en la compleja y narrativa Sinfonía Dante de Liszt, cuya lectura recuperó pretéritos esplendores, incluida la versión impactante que dirigió Manuel Galduf (¿Cuándo de nuevo en el podio de la orquesta de la que durante tanto tiempo fue titular?) en junio de 1997. Fue una visión de nítido calado dramático y descriptivo, escrupulosa en la atención a la riqueza instrumental y narrativa de una obra maestra que es tan heredera de la revolucionaria Sinfonía Fantástica (1830) de Berlioz como precursora de la straussiana Sinfonía Alpina (1911-1915). El infravalorado sinfonista que es Liszt destila y luce en esta sinfonía bosquejada en 1847 y estrenada diez años después, en 1857, en Dresde, su hábil y efectiva escritura orquestal y su indeclinable y programática fascinación por Dante y su Divina comedia, que es sustento narrativo de los tres episodios que la conforman: el Infierno, el Purgatorio y el en el programa de mano omitido Magnificat, para el que su sumaron las bien entonadas voces femeninas de la Coral Catedralicia de València.

No cabe resaltar tal o cual solista o sección en una sinfonía en la que todos los profesores desempeñan sustancial cometido y coprotagonismo. Menos aún en una lectura tan calibrada y notable desde el punto de vista instrumental, individual y de conjunto como la planteada por Ramón Tebar, que, por fortuna, nada tenía que ver con el maestro dislocado que una semana anterior transfiguró la Novena. El director valenciano templó nervio y efectismos para cuajar una narración bien argumentada, que, sin alcanzar glorias celestiales, transcurrió fiel a los universos anímicos y estéticos que desarrolla Liszt desde la inspiración divina de Dante. ¡Que siga la racha!

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