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Crítica

Plácido y la vieja Europa

Plácido Domingo saluda al público de Les Arts tras el estreno del lunes. miguel lorenzo/les arts

Más que a disfrutar de la ópera Nabucco, el público que abarrotó el lunes el Palau de les Arts acudió a reencontrarse con su admirado Plácido Domingo, reconvertido en esta ocasión en el viejo rey asirio Nabuccodonosor. Y él, más allá de los méritos y deméritos de su interpretación, de lo que hizo y dejó de hacer en esta función fallida, fue el triunfador de una noche de ópera muy discreta, en la que la temprana ópera verdiana llegó en un trasnochado y hasta infumable montaje escénico firmado por el estadounidense Thaddeus Strassberger.

València, como era previsible, se volcó con Plácido, con su carrera portentosa, con su pundonor más allá de todo; con lo que el antes tenor y ahora barítono aún conserva de una voz que, incluso transfigurada en su registro y por el paso de los años, conserva vestigios de ese característico color, de esa belleza y ese regusto por el fraseo que lo han convertido en cantante único en la historia de la ópera. Asombra y admira que a punto de cumplir los 79 años (el próximo 21 de enero) el casi octogenario Domingo pueda cantar, actuar y expresar como lo hizo el lunes en la escena valenciana.

No es que Plácido, obviamente, sea el cantante de antaño: los años no perdonan ni siquiera a un fuera de serie como es él, capaz de sobreponerse a casi todo. A tenor de lo visto y escuchado en esta reaparición ante el público español tras lo mucho que le ha ocurrido en los últimos meses, nada parece haber afectado al artista incombustible que, más allá de todo, mantiene aún el tipo y es capaz de defender con dignidad un rol tan exigente como el protagonista de Nabucco, la temprana ópera que estrena Verdi en 1842 en la Scala de Milán, aún cerca de la herencia belcantista. Su actuación fue de menos a más, hasta recalar en el dueto con Abigaille del tercer acto, preámbulo de la gran escena del cuarto y último, que supuso el mejor momento de tan singular noche verdiana. Aplausos, bravos, flores y octavillas de colorines que caían desde las alturas al más genuino estilo yanqui colmaron la exitosa felicidad del veterano maestro en su reencuentro con el melómano español.

Anna Pirozzi volvió a ser la sobresaliente Abigaille que ya encarnó en el mismo escenario hace tan solo cuatro años, en mayo de 2015. Deslumbra la proyección y corpulencia de sus agudos, la afinación y la intensa expresividad que otorga al en todos los sentidos endiablado personaje. Es una artista de raza, capaz de salir triunfante de un rol imposible, que en este caso adoleció de evidente cortedad en un registro grave en ocasiones incluso inaudible, algo que es más responsabilidad de la escritura imposible de este Verdi temprano que de la categoría vocal de una soprano que acaso sea la mejor Abigaille posible de la actualidad. El teatro se vino abajo, y con justicia, cuando salió a saludar al final de la función con un Superplácido que se mostraba tan pletórico como ella.

Hubo otros tres triunfadores: El Cor de la Generalitat, la Orquesta de la Comunitat Valenciana y el maestro alcoyano Jordi Bernàcer. Orquesta y coro sonaron tan maravillosamente como de costumbre, animados y concertados por un temperamental Bernàcer cargado de pulso, vitalidad y -como siempre- rigor y conocimiento. Hubo momentos en que tanto ímpetu provocó una excesiva presencia del foso, descompensado en su brillantez con la mediocre escena. Desde los primeros compases de la obertura, se percibió el fuerte sentido sinfónico que iba a adquirir la noche, en la que el Cor de la Generalitat se lució en su importante cometido, particularmente en el más que célebre coro Va, pensiero, repetido al final de la función, en un disparate escénico impropio de un teatro europeo y con la intención evidente de hacer cantar al público en plan de los palmeros del vienés Concierto de Año Nuevo. ¡Sonrojante!

Del resto del reparto vocal, hay que comenzar por destacar la entrañable Fenena de la competente y prometedora mezzosoprano moscovita Alisa Kolosova, capaz de dar réplica a la poderosa hermana Abigaille de la Pirozzi. Ambas brillaron en el terceto del primer acto junto al impecable Ismaele del tenor mexicano Arturo Chacón-Cruz, que volvió a hacer gala de sus radiantes y aparentemente fáciles agudos. El veterano bajo Riccardo Zanellato pareció indispuesto en un Zaccaria para el olvido del que lo mejor que se puede hacer es no decir nada. Cumplió y bien la soprano navarra Sofia Esparza en el pequeño rol de Anna.

Para el final queda el apartado escénico, que marca uno de los puntos más bajos de la historia del Palau de les Arts. Thaddeus Strassberger se monta una película que argumenta en una rebuscada nota incluida en el programa de mano, en la que trata de establecer «tras una exhaustiva investigación» un supuesto vínculo narrativo entre el conflicto de los hebreos con los asirios y el movimiento «Risorgimento» contemporáneo a Verdi. Para ello, crea una acción cogida con alfileres de «teatro dentro del teatro», ambientada con unos cutres telones pintados de andar por casa -podría haberse acercado al Liceu de Barcelona para aprender de los recuperados decorados hiperrealistas que diseñó Josep Mestres Cabanes para Aida- y un vestuario típico, tópico y etc., que parece sacado de los Moros y Cristianos de la tierra del maestro Bernàcer o de la vieja fiesta de disfraces del primer ministro canadiense Justin Trudeau.

El disparate final, cuando ya concluida la ópera y los saludos, se retoma la música para -en plan Godspell- fraternizar hebreos y asirios, moros y cristianos, platea y escena, Mesopotamia, la Scala y hasta el ballet Isabella di Salerno, churras y merinas con el Va, pensiero, es la culminación - «¡Qué bonito!», whatsappeó una amiga al crítico encantada con este bochornoso happening de clausura-, es algo que puede funcionar en Estados Unidos, pero aquí, en la Vieja Europa, donde todavía se respeta la presunción de inocencia y otros muchos valores madurados en siglos y siglos de una cultura acumulada que arranca ya desde la Mesopotamia que hoy es el devastado Irak -Trío de las Azores-, estas historietas no debieran tener cabida. Es fácil imaginar que Plácido Domingo, madrileño y mexicano, hoy prácticamente proscrito en USA, entienda perfectamente, después de vivir lo que está viviendo, los valores de la añeja Europa, que son, precisamente, los mismos que tanto defendió Verdi. En Nabucco y fuera de Nabucco.

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