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Crítica musical

Ceremonia de luz y tinieblas

Ceremonia de luz y tinieblas

Exhausto. El concierto de Alberto Montero me dejó exhausto. Su último disco, «La catedral sumergida» es una turbadora obra de arte que exige toda la atención del oyente para desentrañar esa epopeya personal que es la búsqueda de su propia identidad. Acompañado de un cuarteto de cuerda, a ras de suelo, en un ambiente íntimo y ante un público limitado por el aforo de la propuesta estética, el cantautor del Port de Sagunt ofreció una muestra de valentía, originalidad, riesgo artístico y esfuerzo introspectivo. Lo hizo con una música neblinosa, incómoda y fracturada, deudora tanto de Cohen, Love y el pop de cámara como de Debussy o Erik Satie. A través una espesa cortina de acordes extraños, sonoridades renacentistas y ecos del folk psicodélico, vimos como el artista desnudaba su alma en una ceremonia que conjugaba luz y tinieblas, modulando su particular voz con una sensibilidad implosiva, doblando con ella las cuerdas frotadas y adornando sus confesiones, oraciones y resoluciones con delicados silencios.

Fue una actuación de esas que arrojan enigmas, dudas y reflexiones y también una ocasión de oro para contemplar algo inusual, genuino y emocionante. Un territorio al que no sé si regresaría alguna vez, debido a la excesiva linealidad en las composiciones y el asfixiante sentido litúrgico de las mismas, pero que no dudaría en recomendarles visitar al menos una vez en su vida.

Recuerden que estamos ante el disco más personal, atípico y anti comercial de un trovador cuya expresión enriquece a todo el que le presta atención, y que nos regaló en la tarde del jueves su doliente poesía de sinceridad descarnada y la grave y ambiciosa sonoridad de tres joyas, «Poseidón», «Credo» y «Transfiguración», de tenso y emotivo final gracias a los alardes vocales de Alberto. Vaya al Prado y plántese una hora delante de, pongamos, Saturno devorando a su hijo, sin perderlo de vista ni un segundo. Que usted se aburra no significa que lo que está contemplando no sea una fabulosa obra de arte. Es, más o menos, el pensamiento que me rondaba la cabeza después de ver la interpretación íntegra de ese exigente trabajo que es su último elepé y que terminó con la maravillosamente pop «Te veo Alberto», culminación del proceso de desdoblamiento de la conciencia que protagoniza todo el transcurso de este disco conceptual. Después hubo tiempo para la emotiva despedida del batería Marcos Junquera, pieza fundamental en el desarrollo del proyecto de Montero a lo largo de diez años, una versión de «Te recuerdo Amanda» con la que reclamar atención sobre la brutal represión contra el pueblo chileno y otra pieza de magistral orfebrería de esas que jamás te cansas de escuchar, la fantástica «Viajeros».

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