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Tribuna

El valor de un actor

El valor de un actor

De un actor lo decisivo es su valor. No su valentía, que se le supone por dedicarse actualmente al teatro; ni tampoco su precio ahora, dado el estado precario de esta profesión, al menos, en nuestra Comunitat. Un actor puede adquirir valor en y para la sociedad en la que trabaja, si se juntan dos factores. De un lado, lo que decide hacer el actor, el modo con que aborda sus personajes, el compromiso con la cultura de su país; del otro lado, los espectadores, cuando identifican a sus actores y personajes. Ahí, en ese encuentro, nace el valor de un actor para la sociedad que lo reconoce.

Pep Cortés es un gran valor valenciano, y debiera serlo en el futuro, más allá de los homenajes y funerales que se le quieran rendir, ahora, ya a destiempo. Su puesta en valor por las instituciones culturales valencianas actuales, se habría producido si éstas hubieran propiciado ocasión de que el público lo disfrutara, y de que los actores jóvenes hubieran podido aprender de su teatro, un arte que se aprende por transmisión entre personas. No es el momento de aprovechar la marcha de Pep Cortés para juzgar la situación del teatro valenciano, un panorama del que todos somos responsables. En lugar de este oportunismo, lo pertinente es plantear qué pierde una sociedad cuando muere o se marcha a otro lugar un gran actor suyo. Porque llegar a ese estatuto le cuesta mucho a la sociedad, años de proyecto, hasta alcanzar que el público esté dispuesto a acudir, aplaudir, juzgar y sostener a sus actores.

Pep Cortés es de los afortunados. Consiguió con su empeño ese estatuto de valor. Lo consiguió con lo que podríamos llamar un trabajo por vertebrar el País Valenciano. En Castelló, acompañando (me permitiré sólo resumir nombres) a Carles Pons. También lo hizo en Alcoi, de la Cassola Teatre a La Dependent. Menos huella visible imprimió en València, aunque Juanjo Prats sería otro nombre valioso. En esos lugares deja amigos, continuadores, familia, e hijos (que su amor no tenía límites). Y por supuesto, en Cataluña. En todos esos territorios practicó el verdadero compromiso, con minúsculas pero con grandeza.

David Mamet explicaba que las gentes de teatro aman las anécdotas, pues cuando un actor cuenta que él «estuvo allí», afirma su duración en el tiempo. A veces el suceso desborda lo anecdótico, como le ocurrió a unos cuantos testigos que en el 2018 acudimos a La Rambleta a ver un musical de producción privada y catalana. Se trataba de una divertida versión de Con faldas y a lo loco. El personaje Osgood Fielding III, famoso por su respuesta a Jack Lemmon («¡Nadie es perfecto!»), lo interpretó Joe E. Brown, que en la película sólo tenía 67 años aunque aparentaba más. Lo contrario de Pep Cortés que al hacer ese personaje, debía tener unos 72 años, pero aparentaba muchos menos por su agilidad interpretativa, sus canciones y bailes, a pesar de su dolorosa historia de enfermedades, todas ellas graves.

Si rememoro ese estado físico, compatible con su entusiasmo actoral y humano, es para valorar mejor algo que ocurrió a la salida, cuando se nos acercó Pep. Y tal vez por el cansancio de la función, o por el poco público de la profesión que allí había acudido, dijo con voz frágil: «contadle a la gente que he actuado aquí estos días». Y yo, en casa, trastornado por esa fragilidad y habiendo reído mucho en la función, recordé lo que Hamlet, herido de muerte le dice a su amigo: «Ya basta, Horacio, me muero; tú vives: relata mi historia y mi causa a cuantos la ignoran. Si por mí sentiste algún cariño, vive con dolor en el cruel mundo, para contar mi historia».

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