Es temprano. Apenas se quedó atrás la madrugada. De tiempos antiguos llega el dicho: si no es el lechero quien llama a la puerta, mala cosa. Esta vez no era el lechero. Era el amigo Juli Capilla, a la manera de hoy día me da la noticia: se ha muerto Amadeo Laborda, «nuestro amigo Amadeo», escribe. Tenía cincuenta años y dos libros excelentes a la espalda. A lo mejor eran novelas. A lo mejor eran -todavía lo son- un pedazo grande de memoria, de la memoria de Pedralba, su pueblo de la primera Serranía, antes de encarar montes arriba los caminos de eso que tan pomposamente ahora llaman despoblación.

Escribía Amadeo desde que era un crío. Leía lo que le echaran a la cara. Se escapaba de las fiestas con algunos de sus amigos y se ponían a leer y a hablar de libros a la sombra nocturna de los árboles que poblaban las afueras. Un día, hace tres o cuatro años, me dijo que iba a publicar su primera novela y quería que yo le escribiera el prólogo. Lo escribí. El título del libro era bien claro: La memoria de tu nombre. No era sólo la memoria de un nombre, era la memoria de un tiempo. La escritura de lo que sentimos por dentro, de lo que otra gente que llegó antes sentía como polvo suspendido en los altos de las casas, en las huertas que fueron cambiando poco a poco sus raíces y el color de sus cosechas.

Pocas veces he visto y escuchado a nadie que viviera la escritura como la vivía Amadeo Laborda. La manera en que contaba lo que escribía antes de escribirlo era ya en sí misma literatura a lo grande. Otro día me dijo que tenía lista una nueva novela. La primera había sido un éxito. Por eso encaraba la segunda con una cierta ansiedad. Yo le decía -para sosegar esa ansiedad- que la literatura no cambia el mundo, que escribir es un oficio que nos revuelve el alma pero que difícilmente se la revuelve a lo que nos rodea. Es demasiado canalla ese mundo que nos toca vivir para que algo lo alivie. Pero él pensaba -seguramente con más razón que la que yo le trasladaba- que sí, que la literatura, la buena literatura, podía cambiar la cosa mala que nos hacen malvivir quienes tienen como objetivo convertir la vida en aquello que decía García Lorca: en algo ni bueno, ni noble, ni sagrado. Me hablaba Amadeo de Zambuch, un libro que era como un largo poema lleno de sitios y de historias. Otra vez los sitios y las historias de su pueblo. Y, sobre todo: esa escritura que arrancaba pedazos de tiempo a las entrañas de la tierra y los convertía en memoria viva de lo que luego fuimos. Escuchar hablar a Amadeo era sentir al lado algo que se parecía mucho a la bondad, a un corazón que luego pintaba en sus poemas como si fuera el dibujo adolescente de los amores que, como luego comprobamos, casi siempre se viven a destiempo. La poesía es un cruce de destiempos, la imposibilidad de cuadrar perfectamente lo que nos pasa, la necesidad de mantener el misterio donde todo es un estallido de palabrería inútilmente desbocada. También eso lo sentía así él mismo cuando escribía sus poemas.

Ahora ya nos quedarán sus libros hechos memoria, memoria nuestra, de nuestra gente y de nuestra tierra. Tener cincuenta años es no tener nada cuando hablamos de literatura. Por eso Amadeo Laborda sigue aquí, en esta madrugada en que no fue el lechero quien llamó a la puerta, sino un amigo para contarme la muerte de otro amigo ya inolvidable. Escribo esto cuando son las cinco de la madrugada de un casi martes de diciembre. Y lo mando al periódico para decirle a Amadeo, muy temprano, antes de que se vaya, que vamos a seguir escribiendo porque escribir se escribe siempre, estemos donde estemos, vivamos donde nos digan en qué sitios tenemos que vivir en un momento de nuestras vidas. Y que, como decía Gabriel Celaya, ninguna resignación va con nosotros, que «seguimos trabajando, cavando en el silencio». Un abrazo enorme, Amadeo, de esos abrazos grandes que la buena gente se merece como nadie.