Hace unos pocos siglos Ana Curra hubiera sido carne de hoguera, como tantas otras mujeres rebeldes, insumisas, independientes, inquietas, transgresoras o que demostraron tener una inteligencia más allá de la media. Su figura es fundamental para entender la entrada del rock español en la modernidad a principios de los ochenta, por la vía del after punk que practicaban Joy Division, The Cure, Siouxsie and the Banshees o Bauhaus. Su labor ideológica y compositiva junto al prematuramente fallecido Eduardo Benavente, quizá el músico más talentoso de su generación, inspiró la existencia de grupos y tendencias estéticas que perduran hasta hoy. El sábado, la reina del punk español, su siniestrísima satanidad, Ana Isabel Fernández, de 62 años, vino a València para presentarnos unas canciones nuevas, aunque para regocijo de los allí congregados basó su repertorio en el legado de Parálisis Permanente y Seres Vacíos, sus dos bandas legendarias cuyo sonido actualiza con vigor y potencia, pero con el respeto que se merecen.
La ceremonia comenzó tras unos compases del Miserere de Zelenka que auparon al tablado a la madrileña que, ataviada con una túnica y encapuchada como un espectro, demostró estar en buena forma cantando, mascullando, aullando y murmurando guturalmente sus sortilegios y maldiciones. Apoyada por una joven banda, ilusionada y más que solvente, la virtuosa teclista, la intelectual de la movida madrileña, la profesora de conservatorio y superviviente de mil noches azotadas por el alcohol y las drogas se mostró incombustible, dinámica y divertida oficiando una muy particular misa negra. La actuación estuvo revestida de un componente teatral concentrado en la interpretación de Ana, que se contoneaba, gemía, convulsionaba y reptaba por el suelo enmascarada como una dominatriz funesta, bajo la música cavernosa y chirriante como la puerta de una mazmorra y tan gótica como la tipografía que la acompaña desde el principio de su carrera.
La épica brilló en «El acto» y «Nacidos para dominar», palpitantes y desesperadas como la erección de un ahorcado. Grupo y público comulgaron juntos con el éxtasis doloroso y contrarreformista de «Quiero ser santa», sórdida pero espectacular, como la procesión del silencio a los ojos de un niño. También hubo recuerdos a Bowie y a Iggy Pop en las versiones de «Heroes» y «Quiero ser tu perro», e incluso una llamarada de pop carnal y excepcionalmente luminoso en «Desnúdate». Pero no se engañen, era noche de tinieblas y de sangre en los colmillos, una velada para invocar a los muertos, jugar a las cartas en el cementerio o declararse adicto a la lujuria. Para temer a los pájaros de mal agüero, contemplar extrañas sonrisas y jugar haciéndose daño. Un concierto dominado por la perversidad, los fantasmas del pasado y los recuerdos lacerantes de vidas anteriores que encaró su recta final con una inquietante tonada de Bach. Tras su ejecución llegaron las frías melodías emponzoñadas de «Autosuficiencia» y «Un día en Texas», hipervitaminadas y aceleradas para la ocasión, deliciosa casquería con la que adornar el matadero donde Ana Curra, suma sacerdotisa y mater tenebrarum del rock patrio, con mucho que decir y contar todavía, celebró su aquelarre.