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Caprice des Dieux

Caprice des Dieux

El contratenor francés Philippe Jaroussky (1978) no es un dios. Tampoco un delicioso queso de Haute-Marne. Es, sí, un maravilloso contratenor, un artista excepcional y un divo tan universalmente reconocido como bien mercadotecnizado. Y aunque no es una deidad, sí puede permitirse el capricho y hasta el lujo de hacer lo que le viene en gana y ser vitoreado por casi todos. Como hizo y ocurrió el domingo en el Palau de les Arts dentro de su ya imprescindible ciclo «Les Arts és Lied»: cantar desde su registro imposible para ello una popular selección de Lieder de Schubert; llenar hasta la bandera la espaciosa Sala Principal y conseguir un éxito inapelable y casi unánime. ¡Quién iba a soñar hace no tanto que un contratenor iba a rebosar una sala de conciertos en España!

Apenas éramos tres cascarrabias puristas quizá fuera del tiempo los que nos quedamos casi horrorizados con lo que allí se escuchaba tan multitudinariamente. Aquello no eran canciones de Schubert ni nada que se le pareciera. Era, sí, la actuación de un cantante excepcional, de un artista maravilloso, cargado de vitalidad, sabiduría, dominio vocal y escénico intruso en un universo vocal, expresivo y anímico absolutamente ajeno. Faltó en el contranatural Schubert de Jaroussky el sentido de la palabra, del ritmo poético, del color vocal, de los armónicos y resonancias. También ligereza vocal y las infinitas iridiscencias que puede proyectar la voz, que son elemento sustancial de la compleja sencillez de la canción de concierto alemana. Un mundo expresivo, vocal y anímico incompatible con las características propias de un contratenor, por mucho que- como es el caso- se trate de uno de los más grandes artistas de su cuerda singular. De ayer, hoy y, seguramente, del mañana.

Ni que decir tiene que el artista sensible y enamorado de la música maravillosa que tenía en los labios y en el corazón expresó y entro en materia en cada de los universos que supone cada Lieder. Melancolía, pasión, resignación, añoranza, ilusión, deseo, ensoñación, amor? ¡ An die Musik! ¡ Du bist die Ruh!... ¡Qué bien requetebién cerró Jaroussky cada parte del programa!, la primera con Gruppe aus dem Tartarus y la segunda con una Nachtstück que dejó boquiabiertos a todos, incluido el crítico cascarrabias y sus cuatro afines puristas. Fueron estos dos puntos finales momentos culminantes de un recital aún muy verde, que se sentía por los cuatro costados poco rodado, con una descuidada dicción alemana manifiestamente mejorable, algo que resulta particularmente grave en el mundo único del Lied, donde el sentido de la palabra, de cada sílaba, de la rima y de sus acentos resultan esenciales.

Por mucho que el público aplaudiera a rabiar y se sintiera más que satisfecho -llovieron piropos y vítores al final de la exitosa actuación-, el recital, cantado todo él pegado a la partitura y al atril -al «facistol» que decía la eterna schubertiana Victoria de los Ángeles- distó de ser ninguna maravilla. Inolvidable más por el contrasentido que por la música, y que quedó perfectamente retratado en los dos bises: una almibarada Serenata ( Ständchen) que casi rebosa de merengue el escenario, y una simpática La trucha ( Die Forelle) en la que Jourossky sacó a relucir sus más histriónicas y seductoras artes.

Fueron el colofón de un recital rotundamente exitoso, en el que se echó de menos el repertorio natural del contratenor, sus vivaldis, händeles, baches ¡y hasta berlioces! De seguir así, y a tenor del entusiasta beneplácito del respetable, cualquier día Jaroussky se permite el caprichito de cantar Tristan y hasta Siegfried. Tampoco contribuyó a la excelencia del concierto la colaboración atenta pero discreta del pianista Jérôme Ducros, quien se metió en camisa de once varas al tocar en solitario una pieza de tanta enjundia pianística y artística como la segunda de las Tres Klavierstücke D 946, y una sutileza tan expresiva y requeridora de colores y contrastes como el muy cantable y delicado tercero de los Impromptus D 899.

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