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Crítica musical

Un hito

Un hito

El estreno de Elektra en el Palau de les Arts quince años después de su inauguración ha supuesto un hito en su convulsa historia. Sin duda el mayor desde que Helga Schmidt, straussiana apasionada, se viera forzada a abandonar el proyecto en el que tantos hitos ella hizo posible. Jesús Iglesias, su heredero actual, ha podido conjugar con su talento, saberes y buen hacer los ingredientes precisos para que con la grandiosa ópera de Richard Strauss el Palau de les Arts retomara sus mejores tiempos. Daba gusto, emocionaba, escuchar a la aumentadísima Orquestra de la Comunitat Valenciana sonar como en sus días de gloria con Maazel, Mehta y «compañía bella», como diría la Schmidt. También conmovía el escueto, minimalista y agudo trabajo escénico de Robert Carsen, y la impresionante concertación musical de Marc Albrecht. El hito, como no podía ser de otra manera, ha sido el gran éxito de la temporada. De las últimas temporadas. Programar Elektra es siempre un reto extremo para cualquier teatro lírico. Sus exigencias vocales son inmensas, tanto como el dispositivo orquestal que requiere, 104 instrumentistas de primer nivel para dar vida a una orquestación de máximo virtuosismo e intensidad. Cien intensivos minutos de música sin interrupción en los que Strauss pide todo a todos. Cantantes, profesores, maestro y escena. La base de un libreto excepcional del gran Hugo von Hofmannsthal, que sintetiza con su conocido talento el original de Sófocles para crear una acción tan concisa como intensa y preñada de salvaje fuerza dramática, es el sustrato de una música arrolladora, en la que la sed de venganza de Elektra por el asesinato de su padre Agamenón a manos de su madre Klytämnestra articula el descarnado y virulento discurso musical.

Iglesias ha tenido el coraje de programar este título de tanto riesgo y compromiso, que ha hecho desembarcar en el revitalizado Les Arts de la mano del canadiense Robert Carsen (1955), figura controvertida pero inapelable de la escena contemporánea, que ha repuesto en València su reconocido montaje de la Ópera de París, basado a su vez en una coproducción entre Florencia y Tokio. La esencializada escena, de corte minimalista y diseño escenográfico de Michael Levine, concentra la acción en un único espacio, negro y opresivo, certeramente iluminado y movido con mano magistral. Apenas un colchón rabiosamente blanco, unas cuantas hachas, una socorrida trampilla rectangular en el suelo -tumba de Agamenón- por la que entra y sale casi todo -incluido el cuerpo inerte y desnudo de Agamenón, que es abrazado y manoseado por Elektra- y poco más basta para condensar el peso dramático en la fuerza desbordante de la partitura. Nada sobra ni nada falta en este montaje escueto y redondo, de opresiva acción. El vestuario, lorquianamente negro -la sombra de Bernarda Alba late en esta Elektra tanto como la de sus cinco hijas en el personaje sensual de Chrysothemis-, contribuye a intensificar el opresivo ambiente tanto como la cuidada coreografía de Philippe Giraudeau.

Musicalmente, hay que comenzar subrayando la sobresaliente prestación de la OCV, que es un privilegio en València, en España y en cualquier foso del mundo. No tiene nombre que su diezmada plantilla cuente hoy únicamente 54 profesores. Los políticos -al estreno asistieron el president Puig y el conseller Marzà- tienen que adoptar todas las medidas que haya que tomar y cartas en el asunto para que la OCV encuentre un marco administrativo, económico y gerencial acorde con su sobresaliente rango, que permita optimizar su trabajo, recursos y plantilla. No tiene nombre que la que pese a todo continúa siendo la mejor orquesta de España -¡seamos claros!- sea hoy con sus contados 54 músicos casi una orquestita de cámara. Un milagro -de los músicos y del Palau de les Arts- que haya podido tocar una Elektra como lo ha hecho el sábado. La insoportable precariedad que sufre la OCV no puede prolongarse más tiempo. Estoy seguro -me consta- de que el sensible president Puig es consciente del tema y tendrá por ello el coraje, junto con el conseller Marzà, de coger el toro por los cuernos y resolver de una vez por todas los intolerables problemas administrativos y burocráticos que en Les Arts asfixian el arte.

Vocalmente hubo de todo. La soprano sueca Iréne Theorin (56 años, nació en 1963) era, pese a la edad, una garantía, y parecía por ello una apuesta segura para encarnar el inmenso papel de Elektra. Sin embargo, su voz, que ha servido y sirve roles como Isolda, Brunilda o Turandot, careció de la necesaria proyección. Fue una Elektra más lírica que dramática, corta de volumen -en ocasiones apenas se la escuchaba desde la platea-, que no pudo traspasar la colosal barrera orquestal, algo a lo que tampoco contribuyó el hecho de que su gran monólogo inicial fuese cantado tumbada en el suelo, bocarriba, proyectando así la voz hacia la parte superior del escenario y no a la sala. El recuerdo inolvidable de Éva Marton, que fue Elektra en el Palau de la Música, junto a la OV, en aquella legendaria versión de concierto que el 16 de diciembre de 1995 dirigió Manuel Galduf -el sábado espectador en Les Arts- con un reparto de campanillas en el que también figuraron Leonie Rysanek, Ana María Sánchez y James King, era ineludible y emotivo.

Si vocalmente Theorin no tuvo su mejor día, sí lo tuvo la también soprano estadounidense Sara Jakubiak, figura ascendente que bordó una Chrysothemis de poderío asombrosamente superior al de su hermana Elektra. La más que veterana mezzosoprano alemana Doris Soffel (1948) fue una contenida e insuficiente Klytämnestra que no estremeció a nadie. El capítulo vocal quedó ennoblecido por bajo-barítono australiano Derek Welton, que compuso un Orest de elocuente empaque vocal y escénico, cualidades que ya dejó patentes en su aplaudido Klingsor ( Parsifal) del pasado Festival de Bayreuth, y ahora ha revalidado con poderosa firmeza en València. El próximo verano volverá a interpretar Orest en el Festival de Salzburgo.

Punto y aparte merece el trabajo concertador de Marc Albrecht, capaz de devolver a la OCV su mejor esplendor y opulencia sonora, y de crear una atmósfera straussiana de primer orden, propia de los mejores teatros y conjuntos sinfónicos. Hijo del director de orquesta George Alexander Albrecht (y no del también director de orquesta Gerd Albrecht, con el que no guarda ningún parentesco), se ha convertido en uno de los directores más efectivos e idóneos de cuantos han pasado por el podio de Les Arts en los últimos años. Con un trabajo al detalle que ha rozado lo artesanal, en el que ha preparado seccionalmente y en conjunto las diversas secciones instrumentales, ha logrado una sonoridad deslumbrante en todo el espectro dinámico. De múltiples registros y colores. El equilibrio entre las diferentes secciones -cuerda, maderas, metales y percusión- ha sido tan medido como el balance con los cantantes y un Cor que revalidó la brillante participación que ya tuvo en la Elektra de 1995 con la OV y Galduf. Helga Schmidt, fallecida el pasado septiembre, estaría contenta con lo que pasó el sábado en su Palau de les Arts. Ella también lo habría hecho así (más o menos?).

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