La del viernes era una noche esperadísima para los amantes del power pop, una música cuyos dos rasgos definitorios son, según los entendidos en la materia, la potencia en las guitarras eléctricas y la limpieza en las armonías vocales para adornar los estribillos. Y lo era porque Star Trip presentaba su segundo elepé, un vinilo que pasará a la pequeña historia de esta corriente rocanrolera como un manual de estilo sobre el asunto, con la particularidad de estar cantado en castellano. Conste que a mí no me gusta especialmente la etiqueta y creo que, muchas veces, se hace un uso fraudulento y abusivo de ella. Reservo el término para los grupos especialmente nerviosos, que beben más de The Beat o Rubinoos que de Big Star o The Byrds. Así que, siguiendo con el razonamiento, no suelo aplicarlo a bandas como Young Fresh Fellows, Velvet Crush o Gigolo Aunts, pero sí a Model Rockets, Redd Kross o The Chevelles. Pese a ello, conviene no desdeñar su uso, porque economiza conversaciones y queda más corto y molón que “pop de guitarras con algo de distorsión, coros angelicales y melodías emocionantes” que, en mi opinión, es el rótulo perfecto que deberíamos escribir en el lugar de la estantería donde guardamos “Salto al vacío”, el último trabajo de la banda valenciana. ¿Que son la versión española de los Teenage Fanclub? Por supuesto. Y benditos sean por ello.

La masa agolpada en la calle y la cola en el guardarropa auguraban un lleno absoluto. Mientras esto sucedía, Ken Stringfellow pellizcaba las cuerdas como si fueran prolongaciones de su propio cuerpo, propagando una melodía cristalina por cada cuadro de su camisa, tiñendo de color la fría y gris noche invernal. Ahí estaba el colíder de The Posies, una gloriosa banda americana fundamental para entender el devenir del rock alternativo de las últimas tres décadas, haciendo de telonero para Rafa, Álvaro, David y Vicente en medio de un buen rollo tremendo y con una impresionante humildad. Recuerden que el gachó era un fijo en las giras de un grupito llamado R.E.M., no sé si les suena. Tan buenas eran las vibraciones que cuando atacó “License to hide”, Josep y María de la entrañable banda local Moonflower se arrancaron espontáneamente con los coros desde la barra, dibujando una satisfecha sonrisa en la cara del genio hollywoodiense.

Llegada la medianoche, dos Jazzmaster rompieron el silencio en mil pedazos, como cuando un escaparate abraza a un adoquín. Al peculiar sonido de sus plastificadas pastillas de bobinado simple se unieron en un periquete el bajo y la batería. Y entonces abrieron la boca y se desató el jolgorio. Allí estaba el paquete completo: el crujido eléctrico, las gargantas empastadas, las agradables melodías y los solemnes compases. Una de esas pequeñas sinfonías adolescentes para regalar a Dios, que decía Brian Wilson.

“Nada es importante”, “Un susurro que explota”, “Ahora” y “Necesito respirar” son coplas diseñadas para avasallar el corazón, bloqueando el cerebro del respetable a base de hermosos estribillos, puentes vibrantes, imágenes agridulces y coros soleados, demostrando su amor por el trabajo de Beach Boys, Alex Chilton y los Beatles, que figuran con letras doradas en el canon powerpopero. Y enseguida, los comentarios de la gente. “Qué buenos son, vaya discazo, esta canción es brutal”. O “qué bien les están quedando las voces, en las primeras filas satura, a mitad de sala se aprecia mejor el sonido”. Porque todos y cada uno de los que allí estábamos llevamos ese tipo de música insertada en nuestro ADN, todos sabemos cómo tiene que sonar. Ni más ni menos que como sonó nuestro corazón cuando lo rompieron por primera vez, o como cuando nos topamos con el amor de nuestra vida sin haberlo buscado o como aquella puesta de sol que liquidó el más excitante verano que jamás pudimos imaginar.

En el apartado más personal, permítanme confesar que acogí con un escalofrío la aparición en “Sueños” de una Danelectro de doce cuerdas para bendecirnos con el preciadísimo jingle-jangle, ese sonido inmortal que fue motor de las mejores melodías que alguna vez hollaron este planeta. Campanas celestiales dentro de un estatorreactor, fetichismo puro. Gallina en piel. Continuó el concierto invocando lo mejor de los años noventa con “Seguir soñando”, saludando al Revolver beatleniano con ese temazo que da título al nuevo trabajo de Star Trip, o recordando su largo anterior y acelerando el tempo en “Siempre estás ahí”, verdaderamente fenomenal.

Entonces, para redondear la fiesta, subió al escenario el amigo Stringfellow para marcarse unos temas junto a los chavales, que ya adelantaban en alguna entrevista que esa noche llevarían una muda de ropa interior por si acaso la emoción se tornaba incontenible. Algo que, me temo, deberíamos haber hecho todos. Confiesen, confiesen qué les ocurrió en sentido figurado o fisiológico cuando empezó a sonar “The one I love”, de aquellas divinidades de Athens comandadas por Michael Stipe. ¡Si hasta mi vecino calificó de momentos histórico la interpretación hipervitaminada y conjunta de “Solar sister”! Y para rematar la jugada, con las primeras notas de la versión de “September gurls”, alguien del staff tuvo la maravillosa idea de encender la lámpara de tubos de neón con la forma de esa adorada estrella de puntas redondeadas y tres letras dentro, BIG, poniendo la nota épica y metafórica de la noche, iluminándonos a todos. Irradiando felicidad.