Las estadísticas de lectura en España son escalofriantes. Casi la mitad del censo nunca ha leído un libro. Y, entre la otra mitad, un alto porcentaje sólo lee un libro al año. O sea: una ruina para la cultura, pues los libros nos abren un mundo que va mucho más allá del que vivimos cada día. Sin embargo, es como si cada vez más nos sintiéramos orgullosos habitantes de un mayúsculo planeta, eso sí, lleno ese planeta de instrumentos inalámbricos que en vez de conectarnos nos desconectan impunemente de lo que pasa a nuestro alrededor.

En medio de ese panorama desolador hay un detalle que resultaría cómico si no fuera rabiosa, cruelmente paradójico: aquí no lee ni dios, pero hay más «escritores» que estrellas en los cielos irrepetiblemente limpios de Marsella. Un día se acercó un tipo a la caseta donde yo estaba en una Feria del Libro y dijo que había creado un grupo de poetas que operaba en Internet: «y ya somos más de cuatro mil». Casi me da un síncope. Lo dijo el internauta y se quedó tan tranquilo, sin que se le moviera una pestaña de vergüenza. ¡Cuatro mil poetas! Una vez el Ministerio de Cultura invitó a Juan Goytisolo a uno de esos saraos que juntan a los de siempre de la literatura española. La cuchipanda, en esa ocasión, sería en Portugal. «Asistirán cuarenta y nueve escritores», le dijo la entusiasta voz invitadora. La respuesta del autor de Paisaje después de la batalla fue tan irónica como contundente: «¿Tantos escritores hay en España?». Creo que lo cuenta en Coto vedado, el primer volumen de sus memorias. Pues ahora mismo pondría Goytisolo cara de susto al comprobar que hay en nuestro país más escritores que lectores. Si toda la gente que escribe comprara y leyera libros, el mundo de la literatura en su totalidad cotizaría por lo alto en el Ibex 35.

Lo que más me gustaba de mi relación con la literatura eran los Clubs de Lectura. Charlar con esa gente que se reunía ciertos días al mes o a la semana con un libro como excusa. Grupos eclécticos, transversales como se diría ahora, pasión común por la aventura de leer. Un gozo enorme, como escuchar sosegadamente a John Coltrane o Joni Mitchel después de que García Ferreras y sus gestos y voces apocalípticas en la Sexta se parezcan cada vez más a una película de miedo o al «Cuarto Milenio» de Iker Jiménez en la tele de Berlusconi. Pero ahora veo cómo muchos de esos Clubs de Lectura se han convertido en Clubs de Escritura cuyo eslogan, más o menos enmascarado, pone los pelos de punta: mejor escribir que leer. ¡Qué horror! El oficio de la escritura sólo se dignifica a partir de los libros que leemos, no de los que escribimos. No sé qué empuja a tanta gente a saltarse el paso de la lectura para llegar a la escritura. ¿Tal vez la fama? Miren lo que, según cuenta Siri Hustvedt en su novela El verano sin hombres, decía John Ashbery: «Ser un poeta famoso no es lo mismo que ser famoso». Pues claro que no. Famosos son los que salen en la tele para arrancarse a zarpazos sus corazones de melón. Pero no quienes se dedican a ese oficio tan noble y solitario de la literatura.

No les miento si les digo que hay gente lanzada a la escritura (al grito tarzanesco de «¡soy un crack, estoy en Amazon!») que no ha leído un libro en su vida. Por eso, en la enconada defensa de la lectura que es esta columna, me acuerdo -como les decía más arriba- de aquel patán que contaba lo de los cuatro mil poetas dando vueltas como aliens por las galaxias de la infamia literaria. Y me pregunto cómo puede seguir libre ese tipo sin que se les haya aplicado, a él y a sus compinches, ninguna ley protectora de la decencia literaria. ¡Ay, si el ciego Borges -tan apasionado por los libros ajenos- levantara la cabeza!