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Crítica musical

Sin fronteras ni límites

Sin fronteras ni límites

Aunque lejos de las cinco grandes orquestas alemanas (Berlín, Dresde, Radio de Baviera, Filarmónica de Múnich y Leipzig), la Sinfónica de la Radio de Fráncfort es una orquesta de primer orden, con un brillante historial forjado desde su creación en 1929 por Dmitri Kitayenko, Paavo Järvi y, sobre todo, por Eliahu Inbal, quien durante su larga titularidad (1974-1990) firmó virtuosos antológicos ciclos integrales de las sinfonías de Bruckner y Mahler. Hoy, y desde 2014, su titular es el colombiano Andrés Orozco-Estrada (1977), vital y comunicativo, que mantiene al día esa calidad y tradición, a cuya excelencia no resultan ajenos los dos solistas españoles que integran su plantilla: la flautista salmantina Clara Andrada de la Calle y el oboe del isleño de San Fernando José Luis García Vegara, a los que hay que agregar el viola friburgués Gabriel Tamayo, que es hijo del director de orquesta madrileño Arturo Tamayo.

Al ciclo sinfónico del Palau de la Música, en su sede prestada de Les Arts, los músicos alemanes (y españoles), han llegado con un rusísimo programa dirigido por una batuta tan colombiana como universal y efectiva. Desde los primeros momentos del poema sinfónico de Músorgski Una noche en el monte pelado se evidenció la calidad sin fronteras ni límites del conjunto, con una cuerda y unos solistas de viento madera que son pura maravilla. Orozco-Estrado optó por la versión original, de la que evitó suavizar sus ásperas aristas para recuperar la escritura inicial. Fue así una versión abrasadora, incluso en ocasiones violenta, de incontenida fuerza descriptiva y evocadora.

Fue el aperitivo del gran momento, cuando en la segunda parte se adentraron en las tensiones, rabias, luces, nostalgias, silencios, ilusiones y elucubraciones que vierte Shostakóvich en su más popular sinfonía, la Quinta, compuesta en 1937. La sinfonía, infravalorada como consecuencia de la falsa «involución» que (supuestamente) Shostakóvich refleja en ella, es excepcional. Mravinski, que dirigió el estreno, el 21 de noviembre de 1937, la calificó como «la obra más destacada de los últimos 20 años. Para mí, tiene una importancia universal». Parecida admiración despertó en Prokófiev, quien poco después del estreno escribió a Shostakóvich: «Muchos pasajes me gustaron extraordinariamente, aunque es evidente que la obra no es elogiada por lo que debería de serlo». No se equivocó Prokófiev, autor de la otra gran Quinta del repertorio ruso junto con la de Chaikovski, pero hoy la de Shostakóvich es aplaudida por sus valores musicales, expresados con convicción, rotundidad, extrema sutileza -los pianísimos del lento tercer movimiento quedan inolvidables en la memoria del melómano- y una suntuosidad sinfónica y calidad instrumental que hubieran maravillado al mismísimo Mravinski y hasta al propio compositor. La fuerza de la marcha que abre el movimiento final, enunciado en su inicio por los metales con el fondo imponente de los timbales, fue síntesis de una lectura descarnada y telúrica, que se enseñoreó sin complejos en el apoteósico final. Versión sobresaliente, de la que sobró la dulzona propina elgariana.

El momento menos brillante llegó paradójicamente con la obra más popular y esperada, el Concierto para violín de Chaikovski, en la que el japonés Fumiaki Miura (1993) apenas se limitó a reproducir las notas de la obra. Versión inerte y sin énfasis expresivo, lo más alejado de la música de Chaikovski. Ni siquiera la canzonetta del segundo movimiento levantó el vuelo. A pesar del apellido Miura, el violinista de Tokio ofreció una versión tan lánguida como anodina, rígida y ayuna de acentos y personalidad. El frío Miura se mostró indemne ante la continúa invitación de Orozco-Estrada a exaltar y flexibilizar el curso musical, algo que se reveló tarea imposible.

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