Crítica musical
Sin trampa ni cartón

El tenor Javier Camarena, durante su recital en Les Arts. / Live Music Valencia
Justo Romero
Llegó gripado el universal tenor mexicano Javier Camarena (Xalapa, 1976) a su debut en València. Dueño de una carrera espectacular que le ha catapultado a lo más alto de la escena lírica, el Palau de la Música se animó a incluirlo en su programación desplazada al Palau de les Arts. «Siento la voz como un conductor que pisa el acelerador y el coche no le responde. Los que manejan ya me entienden, ja ja ja». Con simpatía, tablas, toser un poquillo para hacer todo más evidente y su inequívoco deje mexicano anunció así su indisposición vocal, «pero de ninguna manera quería faltar a mi primera cita con València y los valencianos».
El artista, comunicativo, locuaz y más listo que el hambre, se había metido al público en el bolsillo antes incluso de haber cantado una sola nota. Luego, tras apenas dos horas cortas de recital, y pese al gripado por el gripazo, logró convertir su presentación en València, merced a su saber hacer, su técnica portentosa y los muchos recursos -vocales y no vocales- en el éxito de la temporada. Un triunfo coronado por una retahíla de bises en la que no faltaron el huapango con salerosos aires de malagueña Que ojos bonitos tienes; la sentida canción -«que acabo de preparar expresamente para ustedes» anunció refiriéndose no a la Valencia de José Padilla, sino a la menos conocida aunque en absoluto menos hermosa de Agustín Lara-, y hasta un Cielito lindo bien coreado por el público que casi abarrotó la sala principal del Palau de les Arts.
Javier Camarena forma parte de la excepcional generación de tenores iberoamericanos que copan desde hace años la escena contemporánea. Una pléyade de privilegiadas voces en la que también figuran sus paisanos Ramón Vargas o Rolando Villazón, los argentinos Marcelo Álvarez y José Cura, el venezolano Aquiles Machado o el peruano Juan Diego Flórez, todos seguidores de la brillante estela dejada por figuras como el chileno Ramón Vinay, el peruano Luigi Alva o incluso Plácido Domingo, madrileño criado y recriado en México.
Estrella del belcanto, Camarena se distingue por su rotunda seguridad y facilidad en un registro agudo firme y nunca forzado; por un color vocal transparente y directo que sugiere el recuerdo de Alfredo Kraus, como su rigor al abordar sin trampa ni cartón las más comprometidas arias belcantistas. Su calidez expresiva y comunicatividad recuerdan, también, al mejor Domingo. Estas cualidades marcaron la tónica de un recital que fue de bien a mejor y a definitivamente excepcional, y que por su contenido podría haber estado firmado por el mismísimo Kraus, con una primera parte francesa con arias del Faust de Gounod, Le roi d'Ys de Lalo, el temible «Seul sur la terre» del Dom Sébatien de Donizetti y los célebres y temidos nueve Do de pecho del célebre «Ah! Mes amis?» de La fille du régiment, donde gripado y gripe sucumbieron ante el dominio técnico, virtuosismo y sabiduría vocal de un crecido Camarena que ya entonces se sentía total dueño y señor de la escena, de la partitura y hasta del público. Todos -los nueve- fueron perfectos, diamantinos, certeramente proyectados y afinados. ¡Kraus revivido!
En la segunda parte, y para ajustar el repertorio a su puntual condición vocal, anunció cambios. Y todos salimos con ello ganando: en lugar de la anunciada aria de Ricciardo e Zoraide de Rossini, llegó la de Don Ramiro de La Cenerentola, referencia de su repertorio plena de pirotecnias rossinianas, mientras que el «De miei bollenti spiriti» de La Traviata que oficialmente clausuraba el recital fue reemplazo por el más conmovedor y perfecto «Lamento de Federico» de L'Arlesiana de Cilea que el crítico ha escuchado desde los tiempos ya lejanos de Alfredo Kraus. El fraseo templado, la sutileza de las dinámicas, la ingrávida belleza vocal y la expresividad sentida por igual desde el alma del artista y la inteligente cabeza del tenor marcaron el punto álgido de un recital en el que tanto pesó el recuerdo del tenor canario.
El programa incluyó, además, la cavatina «Quando ti stringero» que canta el personaje de Daniele en el muy poco conocido dramma giocoso de Donizetti, Betly, compuesto en 1836, y que es un alarde vocal próximo a los de Nemorino en L'elisir d'amore (como cuenta Martín Llade en las detalladas notas del programa de mano), que se redondeó con el célebre y cálidamente cantando «M'appari tutto amor» de Martha de Flotow. Al éxito contribuyó el piano cómplice más que acompañante del también mexicano Ángel Rodríguez, intérprete fino y refinado, cuyos ininterrumpidos aspavientos y gesticulación excesiva -sobre el teclado parece empeñado en ser un director que dibuja la música y se anima con ello a sí mismo- no empañan su buen oficio sobre el teclado.
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