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Ferretería

Ferretería

La vieja Plaza del Doctor Collado, en la ciudad de València. A espaldas de la Lonja, a un paso del Mercado Central y la Plaza Redonda. Esa enrevesada geometría de una ciudad que poco a poco va recuperando el alma, un alma que le robaron hace tiempo esas frías y casi huecas arquitecturas que son como esqueletos de animales prehistóricos. Parecen esas calles del centro histórico un garabato hermoso de hace siglos. Tal vez lo sea, y en lo más profundo del barrio descubrimos huellas antiguas, columnas descabezadas que levantaron sueños de no sé cuántas civilizaciones, una manera de pasar por la historia que es esa tan inmensa, inacabable, de permanecer con una noble gallardía en lo que ya no existe.

Antes andaba más por esas calles. Ahora vivo lejos. Y la distancia es un dique a ratos disuasorio. El ritmo de la vida en un pueblo no tiene nada que ver con el que mueve la vida en la ciudad. Es la diferencia que puede haber entre agarrarte un baile con Sinatra y «Extraños en la noche» o con el insaciable «Hot dog», de Led Zeppelin. Por eso cuando he leído en Levante-EMV que la ferretería Hija de Blas Luna acaba de echar el cierre me ha entrado un no sé qué parecido a la tristeza. Estaba la tienda en esa Plaza del Doctor Collado. Hace muchos años -a lo mejor más de veinte- escribí un reportaje para este diario sobre esos sitios que en València representaban una cultura que se negaba a desaparecer. Recuerdo que Juan Lagardera, coordinador entonces de esa sección, me señaló, precisamente, el comercio Hija de Blas Luna y una tienda de salazones (o eso me parece recordar) que había frente al Mercado Central y desapareció al poco tiempo. Ahora lo acaba de hacer -por la jubilación de sus gestores- esa ferretería centenaria.

Las ciudades son una mezcla de lo que fueron antes y lo que han ido incorporando en su, demasiadas veces, feroz itinerario a través de los siglos. El resultado es en algunas ocasiones desastroso. Pero otras las convierte esa mezcla en mejores, en una especie de collage en que todo encaja perfectamente, sin esas estridencias llamativas que habitualmente lo que consiguen es empobrecerlas. Hay sitios de esas ciudades que se saltan cualquier innovación y, desde su noble condición de supervivientes, pasan a formar parte de su historia, de esa historia que a mí es la que más me gusta: la de la pequeñez, la que apenas llama la atención y es su duración la señal más clara de que esos sitios no van a desaparecer nunca de nuestra memoria. No sé qué será a partir de ahora la vieja ferretería Hija de Blas Luna. A lo mejor, alguien se atreve a levantarla de nuevo. O se convierte, como tantos otros lugares urbanos, en un café de diseño o en un edificio para apartamentos turísticos. O en una ruina permanente, de esas a las que, mientras se decide qué hacer con ellas, les pintan las paredes interiores de amarillo.

Muchas veces los sitios que desaparecen tienen alguien que les escribe algo en su despedida. Me acuerdo de que cuando derribaron, hace treinta años y también en ese mismo barrio, el viejo Café del Negrito para trasladarlo a la otra esquina de la plaza, retransmitimos en directo, en un programa que yo coordinaba en Ràdio Nou, ese derrumbe. «Todos los versos son siempre escritos al día siguiente», escribe Fernando Pessoa. Pues eso mismo hago yo este domingo, cuando la ferretería Hija de Blas Luna ya no existe y ocupa un bello recuerdo en la memoria de la ciudad de València y, sobre todo, de su centro histórico y de la gente que lo sigue recorriendo igual que siempre, como si el tiempo se hubiera detenido, felizmente, en la lentitud de su caminar tranquilo y su conciencia.

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