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Crítica musical

Envidia

Envidia

Da envidia leer la nota biográfica de la Sinfónica de Bamberg que ilustraba el concierto que esta formación bávara, con sede en una de las más hermosas ciudades alemanas, ofreció en el Palau de les Arts comprendido en la temporada de abono del vecino Palau de la Música. «Bamberg sin su orquesta sinfónica sería una ciudad privada de algo esencial, básico, como el aire que respiramos. Un diez por ciento de su población está abonado a alguna de las cinco series de conciertos». En València, metrópoli que cuadruplica la población de Bamberg, hay dos orquestas sinfónicas profesionales, dos Palaus musicales, varios conservatorios y un reconocido tejido de melómanos, instrumentistas, cantantes, bandas, escuelas de música? Sin embargo, ¿se imaginan estas palabras en nuestra España, país de fútbol y todavía de toros y jarana?

El Auditori del Palau de les Arts -que no es Mestalla- distó del lleno para un concierto con un programa muy popular, avalado por una orquesta que, sin ser puntera en el envidiable mapa sinfónico alemán, goza de envidiable calidad, con una calibrada sección de cuerda que es lo mejor del conjunto, y que durante los estrechos años de posguerra atendió el foso wagneriano de Bayreuth. Desde su fundación tras la conclusión de la II Guerra Mundial, en 1946, con la base de músicos retornados procedentes de la desparecida «Orquesta Filarmónica Alemana de Praga», el conjunto no ha parado de crecer hasta convertirse en uno de los más dinámicos y activos de su entorno favorable, esculpido por batutas tan prominentes como Joseph Keilberth, Eugen Jochum, Witold Rowicki, Horst Stein, Jonathan Nott y, desde 2016, el moravo Jakub Hr ? ?a (Brno, 1981).

Esta tradición asomó con nervio y convicción en València, con un programa que, como señala César Rus en las sustanciosas notas al programa, «obedece al clásico esquema de obertura, concierto y sinfonía», con tres obras, prosigue el crítico valenciano, «en modo menor, pero que terminan siendo infieles al modo menor para cerrar en modo mayor». La célebre obertura que Beethoven compuso entre 1809 y 1810 para la música incidental del Egmont de Goethe llegó brillante y natural, con frescura, equilibrio, claridad y calidades que iban a ser la tónica de la velada. Ni siquiera la acústica poco proclive del Auditori del Palau de les Arts pudo mermar una versión de vivo calado dramático, que se infiltró en la médula del noble retrato musical que traza Beethoven del heroico defensor de la libertad religiosa del pueblo de Flandes frente a la intransigencia catolicista de Felipe II, siempre tan empeñado en imponer la fe de Roma a tirios y troyanos.

Más ligero y liviano pero no menos hermoso es el Primer concierto para violonchelo de Saint-Saëns, que contó con el protagonismo de la argentina Sol Gabetta, violonchelista de cabecera de la actual agenda internacional. Nacida el mismo año que Hr??a -1981-, bordó una versión romántica, detallista y regodeada hasta la filigrana, particularmente en el ligero movimiento central. Más preciosista que corpulenta, alejada del fuego que imprimieron predecesores como Du Pré o Rostropóvich, y prendida en la usanza de la música francesa del XIX. Gabetta fascinó con su contagiosa comunicatividad y las sonoridades tenues pero de enorme belleza que hizo brotar del Matteo Goffriller de 1730. A este purista concepto original se plegó Hr??a con cómplice disciplina y temple, con un acompañamiento preciso y motivador. El éxito, grande y merecido, se creció tras el regalo emotivo de un arreglo de El cant dels ocells susurrado más que tocado junto a los chelistas de la Sinfónica de Bamberg.

Tras la pausa, la Primera sinfonía de Brahms llegó en una visión cargada de ímpetu juvenil, luminosa, vibrante y desnuda de empalago o morbideces romanticonas. De marcados acentos -llamativo el decidido empuje rítmico impuesto por Jakub Hr??a y sus músicos- y certezas inapelables. Hr??a, maestro de incontrovertible carrera, alumno en Praga del tempranamente desaparecido Ji ? í B ? lohlávek (al que cada día se parece más: también físicamente), cuidó, subrayó y se recreó en detalles que, sin empañar la arquitectura melódica de los cuatro tiempos de la sinfonía, sacó a la luz el inmenso tejido armónico y contrapuntístico con que Brahms envuelve los desarrollos temáticos.

Fue una versión evocadora del pulso voluptuoso de Szell o Kubelík, pero también de la meticulosidad orfebreril de un Celibidache o un Carlos Kleibler. Acaso algo más de aire y espacio en el Andante sostenuto hubiera contribuido a matizar más efusivamente la serena amplitud melódica de las cálidas frases moduladas a la tonalidad de Mi mayor. Aunque faltó fuste instrumental en las maderas solistas y un timbalero de mayor enjundia en una obra en la que éste cumple cometido de tanto relieve, las cuerdas brillaron casi casi como sus paisanas de Berlín, Dresde, Leipzig o Múnich, y la muy aplaudida sección de tropas se hizo acreedora a la cálida ovación que escuchó cuando el maestro la puso en pie en los saludos finales.

No podía ser de otra forma tras la soberbia coda con la que Brahms corona su primera sinfonía, o? «la Décima de Beethoven», como la llamó Hans von Bülow tras el estreno, por la evidente afinidad entre el tema principal del Allegro final con el de la «Oda a la alegría» de la Novena. Arreciaron los prolongados y merecidos aplausos. Para todos. Pero el maestro, rácano él, no quiso regalar ni una dancita húngara. ¿Venganza a los descendientes de Felipe II?

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