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Algo personal

Lo rural

Lo rural

Hace unos años nadie se acordaba de los pequeños pueblos. Eran sólo carne de reportaje televisivo. Llegaban las cámaras y colocaban en la fuente de la plaza a los tres únicos vecinos de la aldea. Y si esos tres supervivientes podían llevar una gorra de cuadros, un garrote hecho con leña de algarrobo y un delantal sobre la falda oscura, mejor que mejor. La respuesta de los espectadores televisivos: ¡qué felicidad, qué gozo poder vivir lejos del mundanal ruido!

Mucha gente sigue pensando eso ahora mismo: ¡qué bien vivir en un pueblo, sin internet, sin móvil, con tu huertecito y tus propios calabacines para la ensalada! Dicen eso y me entran ganas de estrangularlos. No saben de lo que hablan. Miran sin ver desde la ciudad y se les hace la boca agua pensando en un paseíto de media mañana entre cabras y gallinas, como si lo rural fuera como un parque temático donde pasar un domingo feliz con toda la familia. Y lo peor: en los despachos políticos conseguir esa gilipollez se convierte en un objetivo de primera clase.

Me irrita leer a todas horas eso de la España vacía o vaciada. Es la España pobre de solemnidad. Decir España vacía o vaciada, así, sin más, es como decir que fueron sus habitantes quienes la dejaron porque les dio la real gana. El problema es político. La miseria los obligó a emigrar, al extranjero o a las ciudades más próximas. Un éxodo que viene de muy lejos. No sólo de los años sesenta y setenta del pasado siglo. También de mucho antes. Los gobiernos miraban a otra parte. Los pueblos se convertían en los barrios periféricos de las ciudades grandes. El efecto llamada -como ahora pasa con quienes vienen a buscar una vida mejor- funcionaba. La vida en la ciudad seguía siendo una mierda, pero llegabas a creerte que eras más importante que quienes se habían quedado en el pueblo. Los emigrantes volvían en verano o a las fiestas patronales y se creían que eran los reyes del mambo. Aún pasa eso en muchos sitios. El sentido de pertenencia se convierte en una simple visita estacional o festiva. Cuando no, en esa terrible versión del desarraigo que es el autoodio.

Leía el domingo pasado, en este diario, el espléndido reportaje de Amparo Soria sobre la nueva ruralidad y me quedaba un regusto extraño. Por una parte, veía en algunos de sus protagonistas una especie de alegría adánica porque habían descubierto en los pueblos su paraíso perdido. Es una opción tan legítima como cualquiera otra. En otros testimonios, al contrario, sí que me gustó leer esa exigencia a la administración política de que deje de marear con lo de la despoblación y agarre el problema con seriedad y con el rigor que el asunto se merece. No hay poesía en la injusta soledad de los núcleos rurales. Lo único que han de hacer los del gobierno que sea es dotarlos de servicios públicos. De todos los servicios. En muchos pequeños pueblos no hay cajeros automáticos, ni cobertura de móvil, ni de internet: o las hay muy flojas. También, en el mejor de los casos, hay un médico compartido por horas con varios pueblos y un autobús que se trajina media provincia hasta llegar a la capital. O una escuela, siempre al borde de la desaparición. Si vivir así es una maravilla para esa gente que nos mira desde la ciudad con envidia, será mejor que se opere de cataratas. O mejor aún: que se quede donde está. Siempre puede, esa gente, comprarse un par de cabras y unas cuantas gallinas y, como se hace familiarmente con los perros, sacarlas a pasear por el parque que las autoridades han abierto en el centro mismo de su barrio.

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