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Crítica de música

Rendirse ante el genio

Rendirse ante el genio

Hay que rendirse ante el genio y virtuosismo escénico de Damiano Michieletto (Venecia, 1975). Poco importa que sus montajes escénicos, los caprichosos cambios de cronología y acción y etcétera etcétera deriven y distraigan la acción hacía senderos imprevisibles; o que poco o casi nada tengan que ver con lo que cuenta el libreto. Él, o mejor dicho, su soberbio trabajo, ha sido el protagonista absoluto del exitazo del desembarco de Il viaggio a Reims en el Palau de les Arts. La que es una de las óperas más complejas y exigentes de Rossini, nacida en 1825, en el marco de las festividades en torno a la coronación del rey Carlos X de Francia, se ha convertido en València en una orgía escénica en la que, sobre el delirante libreto de Luigi Balocchi e incluso la música ocurrente de Rossini, se ha impuesto el «canto a la pintura» que Michieletto inventa en su genial juego de realidad y ficción. Un espectáculo de cinco estrellas que nadie debería perderse.

El director de escena veneciano, que hizo sus pinitos en el propio Palau de les Arts de la mano de Helga Schmidt, es hoy un consumado y más que reconocido maestro, que derrocha imaginación, sensibilidad, dominio teatral y exquisito gusto en este montaje estrenado en 2015, en Ámsterdam, de dónde Jesús Iglesias, que conoce el tinglado de la ópera al dedillo, lo ha importado tras haber ya triunfado en Copenhague, Roma, Melbourne y, en estos mismos días, en el Bolshói de Moscú. La acción transforma el original balneario «El Lirio de Oro» -guiño al símbolo de la monarquía francesa- en la moderna galería de arte «Golden Lilium». La dueña del viejo balneario -la marimandona Madame Cortese- es trasformada en estricta comisaria de la galería de arte.

Y así, todos y cada uno de los personajes, que quedan enmarcados en un trabajo redondo que es un homenaje, hermoso y brillante, a la pintura y al surrealismo. Seres que entran y salen del lienzo a la vida real y viceversa. Como ocurre con el famoso cuadro de la coronación de Carlos X de Francia, pintado por François Gérard en 1827, con cuya reproducción en vivo, con personajes reales, concluye la ópera, es una de las escenas más logradas vistas por este crítico en un escenario. El cuadro inspira el particular canto a la pintura de Michieletto. Un homenaje en el que los personajes de Goya ( Duquesa de Alba con perrito incluido), Magritte, Botero y tantos otros reviven en un hábil reflejo en el que ficción y realidad se entrecruzan, abrazan y transfiguran.

Los estrambóticos personajes -más michielettianos que rossinianos- deambulan en un mundo onírico maravillosamente gestionado, ante una escenografía de Paolo Fantin tan deslumbrante como el vestuario de Carla Teti y la certera iluminación de Alessandro Carletti, que potencian con rotundidad el trabajo de Michieletto. Las figuras de los cuadros, y sus réplicas carnales componen imágenes de una belleza plástica y fascinante y sugerente. La escultura de carne y hueso de las tres musas, que cobran vida y movimiento para salir quedamente de su vitrina museística es el preludio de la apoteosis final: la lenta conformación del cuadro de la coronación de Gérard, en la que el ralentizado, casi congelado, movimiento escénico, con los personajes desplazándose hasta conformar su posición final en el cuadro, es, además de una exhibición de sofisticado virtuosismo escénico, un alarde de sensibilidad, buen gusto y belleza. También de adecuación a la maravillosa música de Rossini, cantada en este final prodigioso por la sobresaliente Corinna de Mariangela Sicilia y el sonido desde el foso de un arpa que toda la noche se escuchó verdaderamente excepcional y coprotagonista.

En el abultado y nada fácil apartado vocal hubo de todo, como en botica. Entre lo mejor, la ya citada Corinna (nada que ver con «la otra», la Sayn-Wittgenstein, la real) de Mariangela Sicilia; la Madame Cortese de Ruth Iniesta; la Marchesa Melibea de Marina Viotti (hermana del director de orquesta Lorenzo Viotti, quien a la misma hora triunfaba en Berlín en su debut con la Orquesta Filarmónica y la Tercera de Mahler), y el Lord Sidney del bajo rumano Adrian Sâmpetrean. No pudieron brillar en los exigentes agudos ni la soprano Albina Shagimuratova (Contessa di Folleville) ni los tenores Ruzil Gatin (un nada elegante Cavaliere Belfiore) y Serguéi Romanovski (Conte Libenskof) lograron lucir pálpito rossiniano. Tampoco el bajo Misha Kiria supo sacar jugo ni vis cómica a las muchas posibilidades que brinda el tronchante personaje de Don Profondo, convertido en subastador de obras de arte. Ni una sonrisa arrancó de la platea en la poliglota aria «Io! Don Profondo».

En absoluto ayudo a inocular la chispa rossiniana la dirección musical de Francesco Lanzillotta, cuyo correcto y atento trabajo apenas se limitó a concertar -no siempre con acierto preciso- el vivo y desnudo entramado sinfónico vocal de una ópera necesitada de catorce cantantes protagonistas y cargada de concertantes y delicados números de conjunto, en la que, además, el peso sinfónico es igualmente esencial. Faltó impulso, brío, fantasía, ironía, magia, alegría y preciosismo en ese mundo de crescendos y diminuendos, plagado de tensiones y distensiones, tan característico de la producción de corte «giocoso» del creador de El barbero de Sevilla. La Orquestra de la Comunitat Valenciana sonó tan notablemente como el Cor de la Generalitat, que una vez más hizo alarde de su condición puntera en el panorama español. Después del impacto inolvidable de Elektra, este balsámico y feliz Rossini supone el mejor antídoto para la idea absurda pero extendida de que el arte de la ópera es así o asá. Alemán o italiano. ¿Cómo y porqué elegir entre Strauss y Rossini, entre Wagner y Verdi, entre Janácek, Bizet, Britten, Chaikovski, Puccini, Músorgski?? Lo dicho: ¡¡¡¡No se lo pierdan!!!!

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