El año 2019 fue una mierda. Bueno, vale. Regresé a mi barrio, a mi ciudad, con mi familia y amigos después de diez años de exilio, soledad y un aislamiento más o menos consensuado. En ese año conseguí algo parecido a un curro tras pasar una década de desempleo, ya me están leyendo. Gracias a todo ello, mi depresión y ansiedad mejoraron, quiero pensar que, ostensiblemente. Además, en mayo fui padre por segunda vez, fruto de un parto rápido y sin complicaciones, de una niña preciosa que crece maravillosamente bien, humedeciendo mis ojos todas las mañanas mientras me recuerda el milagro de la vida. Oiga, si hasta me han metido en un grupo de wasap con los compañeros de clase de mi cole de EGB, que en 2020 cumple cincuenta años, dando lugar a todos los chascarrillos, nostalgias, reencuentros y cuchipandas que el asunto conlleva.

¡Menuda colección de alegrones tuvo el gachó el año pasado!, exclamarán ustedes. Qué dice de 2019, si este nota oposita a rey de Arcadia, pensarán. ¿Será otro de esos indignados con acceso a un medio de comunicación respetable, que intenta desestabilizar la psique ciudadana con sus zarandajas de personaje de novela de Nick Hornby?, se preguntarán los conspiranoicos. Si precisamente fue el año en el que este remedo de ser humano salió del infierno€ Olvídense, 2019 fue una mierda tan grande como el sombrero de un picador. Y les explico por qué.

El maldito temporal que asoló nuestras costas en septiembre se llevó por delante de manera trágica e inesperada al Visorfest, un evento musical que se iba a celebrar en Benidorm y que traía en su cartel grupos que idolatro desde mi más tierna infancia. Artistas que para bien o para mal, con sus letras y melodías, ayudaron a estructurar, que no ordenar, las emociones, sentimientos y actitudes que me han hecho fracasar placentera y satisfactoriamente una y otra vez en esta vida. Nombres de ensueño que, con sus mensajes, construyeron al hombre que soy ahora y que proporcionaron una banda sonora a mi turbulenta época de crecimiento físico, e intelectual y emocional si es que alguna vez se produjeron estos últimos. Me quedé sin ver a Buffalo Tom, James, Nada Surf, Happy Mondays, Surfin' Bichos, New Model Army, The House of Love y Lightning Seeds como me quedé sin abuelas. La DANA arrancó de mí las ilusiones, las esperanzas, el alma y la vida misma, como un dementor absorbe sin piedad el interior de un enclenque alumno de Hogwarts. Una tragedia. Yo ya tenía el abono, la compañía, el apartamento y el avituallamiento necesario para la carne y el espíritu. Y lo que es más importante, el beneplácito de mi esposa. Y todo se fue al carajo.

Comprobarán que todavía sangro por la herida. Aún no me he recuperado, pero lo intento. Y recibo ayuda, claro. En mi estado de devastación agradezco ver aquí mismo, bajo de casa, a algún grupo de aquellos que cayeron en Fructidor. Por un lado, me reconforta, pero por otro aumenta mi depresión al asomarme de nuevo a ese abismo de lo que pudo ser y no fue, uno de los lemas que son motor de mi vida, una constante ensoñación. Es esta despiadada persecución que sufro por parte del destino, que busca a toda costa evitar que yo disfrute como me merezco, les confieso que no es la primera vez que me pasa. Otro temporal, al que se unió un terrible desengaño amoroso, anegó mis ojos en lágrimas en aquel FIB del 97 cuando cayó el escenario impidiendo las actuaciones de Luna y Yo La Tengo. Meses después, ambas bandas visitaron València para regocijo general. Ayer, en una repetición de la jugada veintitrés años más tarde, le tocó el turno a Nada Surf. Qué alegría.

Puede que el cuarteto neoyorquino no haya inventado nada nuevo ni haya creado una escuela. Que no haya engendrado hijos artísticos y que no salga en las enciclopedias del rock como paradigma estético, pero hay que ser un zoquete redomado para ignorar que despiertan pasiones y que tienen una maravillosa conexión sentimental con sus fans que, en València, son legión. Y justificadamente, por cierto, gracias a su capacidad para emocionar con su mezcla de melodías, estribillos, electricidad, llaneza, honestidad y cercanía. Y si a todo esto le añadimos un buen puñado de canciones memorables y que el miércoles protagonizaron un concierto para enmarcar, cualquier debate al respecto carece de utilidad o profundidad existencial.

Estos supervivientes, que al principio de su carrera y en medio de la explosión brit-pop colocaron un vídeo en la MTV, repasaron sus diez discos y veinticinco años de trayectoria abriendo fuego con "So much love", temazo de su reciente último ábum, el magnífico "Never not together". El bajista de ascendencia española Daniel Lorca estuvo encantador toda la noche, explicando detalles de canciones y de la historia del grupo, que eran acogidas con júbilo por el entregado respetable, que estuvo en éxtasis de principio a fin. Mientras, se colaban canciones como "Friend hospital", sublime, con un punteo de Matt Caws que otorgó clase a una composición definitoria de una época por la que transitaban Lemonheads o Velvet Crush. La gloriosa "Looking through", veloz y melódica, fue acogida como un auténtico himno; y qué decir de "Inside of love", que provocó un instante delicioso, una pulsación especial en el ambiente con la peña musitando la letra.

El bolo avanzaba a buen ritmo, sin parones, demostrando la adecuada elección del repertorio y manifestando el acierto de contar con un teclado que, en ocasiones, se llevó la parte del león. Ahí quedaron "Beatiful beat", impresionante con su ritmo fijo y su estribillo dinámico; la enérgica "Cold to see clear" o esa joya titulada "Live learn and forget", todas embellecidas por el trabajo sensacional de Louie Lino. Tiempo entonces para "Hyperspace", mi favorita, fracturada y torrencial; "See these bones", épica en su largo y vitaminado desarrollo y el powerpop descarado de "Something I should do", con la que los neoyorquinos se fueron al camerino a recuperar aliento.

Se acercaba el final y la banda acometió una nueva, "Just wait", con la ayuda de su telonero y de los asistentes, como ese chaval que sacó una pancarta en la que se leía "millions of souls", palabras con las que se inicia la copla. Después, la locura. "Blankest year", con la marabunta gritando "fuck it" como si la vida les fuera en ello, saltando y castigándose las cervicales, y una "Popular" que cayó al borde del cierre de la sala, su mayor éxito, pero también su canción menos representativa, en mi humilde opinión.

Y bueno, volviendo a los párrafos iniciales, pensaba yo que lo que más iba a echar de menos de aquel Visorfest nonato iba a ser la épica emocional de James, volver a mis quince años con Buffalo Tom o experimentar peligrosos niveles de puestazo, cercanos a la inoperancia cerebral, mientras no veía a los Happy Mondays tocando a escasos metros de mi ubicación física, pero ahora creo que también me hubiera jodido mucho no disfrutar con Nada Surf. Venga, se va cerrando la herida.