Levante-EMV

Levante-EMV

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Wanderley

Lo recuerdo como si fuera ahora. El campo de Vallejo, en València, al lado de la estacioneta y de un restaurante que se llamaba La Paloma. A ese restaurante me llevaba mi padre algunas tardes de fútbol, no muchas. Vivir en un pueblo limitaba los viajes a la capital. Por eso ya sabíamos de sobra lo que era eso hoy tan de moda que se llama despoblación. Un domingo me llevó a Vallejo el tío Juan, granota de la calle Cavite, y fue cuando descubrí a Wanderley. El Levante acababa de ascender a Primera División. O eso creo. Se oía el traqueteo de los trenes, mezclado con los gritos de gol en las gradas del campo. Entonces decir fútbol era gritar gol y ahora es luchar a muerte para que no te lo metan. Un desastre esa cultura conservadora que es hoy el fútbol en todas partes. Y no sólo el fútbol, pero ésa es otra historia, no la vayamos a liar. Aquel domingo, seguramente de 1963 o 1964, vi jugar por primera vez a Wanderley en el campo de Vallejo. Lo recuerdo como una miaja encorvado, rápido sin perder nunca el equilibrio, animoso hasta la extenuación. Era el hermano pequeño de otro crack: Waldo, que metía goles en el Valencia por un tubo. También jugaba de lateral en aquel equipo mi querido Antonio Calpe, que luego se fue al Madrid de las Copas europeas. Con el filial levantinista, que estaba en Tercera División, anduve entrenando en Vallejo y la ficha que me hacían era de veintiuna mil pesetas, una fortuna para aquellos tiempos. Finalmente me quedé a jugar en Llíria, con los amigos y una afición envidiable que nos seguía incansable todos los domingos. La amistad siempre ha sido para mí algo que no admite discusión. Varios amigos míos sí que jugaron luego en el Levante: Toni Gómez, Merchán, Albiol, Valentín, Sancho, Andrés, y, antes, ese motoret que era mi vecino lliriano Navarro Pareja, nuestro ídolo de entonces. De repente, la memoria personal se mezcla con la que el tiempo ha ido convirtiendo en esa versión de lo común que es la memoria colectiva.

Hace unos días leí en estas páginas que se había muerto Wanderley, en Massanassa, el pueblo en el que vivía con su familia valenciana desde que dejó el fútbol. Tenía ochenta y un años. Repaso las viejas fotografías, la formación del Levante de aquel tiempo, los nombres que hicieron grande a un club con el alma curtida de una entereza insobornable. Muchos de esos nombres han salido estos días para acompañar la despedida de Wanderley. Veo diversas alineaciones de aquellas temporadas y ahí está Ernesto Domínguez, que, según mi inolvidable Salva Regües, ha sido el mejor jugador granota de todos los tiempos y uno de los mejores del fútbol español. Y si lo decía Regües es que será verdad de la buena.

Ahora el campo de Vallejo y el restaurante La Paloma ya no existen. La vida también es eso: ver cómo desaparecen los sitios y la gente a la que tanto quisiste en algún momento de esa vida. Pero cuando paso cerca de lo que fue la estacioneta, es como si escuchara los goles cantados en las gradas de Vallejo. Mezclados esos goles con los prehistóricos quejidos del trenet, con el olor de un tiempo que se fue con la música a otra parte porque nada, ni lo bueno ni lo malo y digan lo que digan, es para siempre. Pero este domingo hago que lleguen a esta columna los goles de Wanderley, su entrega sin fisuras a un equipo volcado incansablemente en su faena y ese correteo suyo, imparable, por el césped de Vallejo. De la buena memoria hablo este domingo, de esa memoria que nos hace falta para rendir homenaje a quienes estuvieron con nobleza, dentro o fuera del fútbol, antes que nosotros.

Compartir el artículo

stats