Decimos en estos días que lo que vendrá luego será diferente a como era antes. Tampoco lo que ahora vivimos es igual que antes de encerrarnos en las casas, o en los sitios donde se encierran quienes no tienen casa porque su vida, por diversos motivos pero ninguno amable, siempre fue la calle. Desde el confinamiento, los días parecen idénticos, repetidos hasta la extenuación, calcados hoy y ayer como hacíamos de críos con el papel carbón, o como hacía yo mismo cuando escribía las primeras novelas y aquellos poemas ya tan lejanos que me parecen huesecitos de Atapuerca. Sí, parecen idénticos los días, pero tampoco lo son. Nos inventamos a cada instante cosas nuevas, juegos de manos como los magos de nuestra infancia, torpes bizcochos en que olvidamos la levadura justa para que no se quedara más plano que el cerebro de esos mercachifles de la esperanza que hoy tanto abundan por las redes sociales. Esta semana es la de Pascua y no se parece nada a las de otros años.

Mañana lunes yo tendría que estar en Llíria, para celebrar uno de los ritos que intento mantener desde que vivir era algo que aún no había dejado ninguna muesca en el calendario, como las que dejan los cowboys en los revólveres que sacan en las películas del Oeste. Ese lunes es fiesta de las grandes y el Parc de Sant Vicent se llena de gente, de tenderetes de feria, de tiempos diferentes que se reflejan en el agua tranquila del estanque. Han pasado muchos años desde entonces y, aunque ya no vivo allí desde hace siglos, nunca falté a esa cita con mi cuadrilla de siempre. Si hay algo que nunca puedo dejar de lado es la amistad. Esa cuadrilla es la misma de toda la vida, de cuando pensábamos que el tiempo siempre estaría de nuestra parte, como cantaban los Rolling Stones. Luego veríamos cómo el tiempo va a su bola, que hoy está a tu lado y mañana más lejos que el Apolo XI en su camino triunfal hacia la Luna.

Mañana no estaremos en el Parc de Sant Vicent de Llíria porque el tiempo es ahora una cápsula que a ratos, echándole la imaginación propia de estos días, hasta puede parecerse a la del Apolo XI. Todo es muy distinto a como era antes del alunizaje en esta nueva cotidianeidad que vivimos cada cual a nuestra manera. La fotografía que retiene las citas antiguas será esta vez como ese flash que sale de nuestra memoria a la captura de un tiempo que fue más nuestro que de nadie. Escribo este domingo para que ese tiempo no se llene de sombras y siga siendo mañana ese lunes luminoso de abril, el mismo que nos juntaba hasta ayer mismo desde que éramos críos y lo mirábamos todo como si el futuro fuera esa pista falsa y traicionera donde se escacharran los sueños.

«El hecho de elegir supone equivocarse», escribía Robert Lowell en uno de sus poemas locos. Seguramente nos equivocamos muchas veces en cada momento de nuestras vidas, claro que sí: sólo los imbéciles están convencidos de que siempre tienen la razón. Pero en lo que nunca nos equivocamos fue en vivir la amistad como algo radicalmente insobornable. Las ventanas se abrirán mañana lunes como todos los días y la mía dará, un año más, a esa explanada donde con mis amigos de siempre celebraremos el rito que nos saque un instante del encierro necesario, ese rito que se unirá por la tarde al aplauso de la gratitud a quienes siguen dando la cara y la vida por nosotros. Ya sé que hay casas sin ventanas, y tanto que lo sé. Y eso sí que es algo, entre otras muchas cosas, que habrá que cambiar sin excusas cuando se abran las puertas del confinamiento al aire de la calle.