De repente la calle retumba. Se esparce un ruido que se parece al de las películas cuando los dinosaurios corren a mil por hora huyendo de los humanos depredadores. Suena entonces, por los altavoces del cine, esa carrera apresurada y deja huellas como las que dejaron, entre la nieve del invierno y la flor de los almendros en la Serranía Alta, un rastro de tiempo que llenó de miedo los cines de nuestra infancia.

El ruido se cuela por las ventanas abiertas al silencio. En la calle Larga vivimos poca gente, como en todo el pueblo ya antes de la crisis. La despoblación es eso: ver cómo poco a poco los sitios pequeños se vacían sin remedio, digan lo que digan quienes se empeñan, desde sus despachos acorazados, en inventar soluciones marcianas para que no nos quedemos solos lejos del mundanal ruido. Ya hace mucho que nos vendieron la moto de que El Dorado nos estaba esperando en las ciudades: ¡menuda moto! Y a partir de ahí, ya la cuesta abajo que cantaba Carlos Gardel en uno de sus tangos más conocidos.

Desde la ventana se ven los montes y allá arriba, muy arriba, los mordiscos que el agua y el viento frío les fue pegando a esos montes en las trochas verdes de la Peña el Cuervo. Allí esparcieron hace unos años las cenizas de mi amigo Vicente Jorge, que era el primero de la escuela con el maestro sordo, que se llamaba don Jesús y dejó en Gestalgar un recuerdo entrañable de hombre bueno, como decía Antonio Machado de la buena gente. A Vicente siempre le gustó pasear por aquellos andurriales y dijo que quería seguir correteándolos cuando la vida se le torciera, como se tuerce a veces la vida sin remedio. El ruido de la memoria se confunde con el que poco a poco se va acercando calle adelante, dejando una nube invisible a su paso. Un tractor y después otros extienden esa nube para que el virus de nombre aristocrático (¡qué poca gracia debe hacerle, ese nombre, a las monarquías!) viva lo menos posible cerca de nosotros.

Los tractores salen a la calle para echar una mano en la lucha contra el desasosiego. La agricultura, que tanto sufrimiento carga en sus espaldas, ayuda ahora a que el sufrimiento social se vea aliviado en la medida de sus posibilidades, como junto a otros establecimientos, que ya sacaba aquí unos domingos atrás, hacen Lourdes y Carlos desde su pequeña tienda a la entrada del pueblo, y como las brigadas de limpieza y esas personas que por su cuenta y riesgo echan una mano a quienes más lo necesitan. La gente pequeña y los sitios pequeños son como cagaditas de mosca en los mapas: ¡pero qué grandes se hacen cuando los necesitamos! Hace poco esos mismos tractores se echaban a la calle para reivindicar una vida mejor para el campo y para quienes lo trabajan. Los gritos de entonces se han convertido -en todos los pueblos, no sólo en el mío- en los de ese traqueteo mecánico que expande desde sus depósitos, enganchados donde tantas veces el arado, esa nube que es como las cataplasmas de antes para acabar con las toses infantiles en los tiempos del hambre.

Los tractores solidarios cambian estos días los surcos de tierra cultivada por el asfalto silencioso de las calles solitarias. Esta mañana lo que se ve desde el confinamiento en todas partes es un paisaje de generosidad infinita. Y de fondo, desde la ventana de la calle Larga que llega hasta la Peña el Cuervo, suena esa música retumbante que no es precisamente la de los Beatles, pero que, si pongo una miaja de ilusión en la escucha, acabo convencido de que se le parece.