En mi casa no había libros. Tampoco en las casas de los amigos, cuando la infancia y ya de adolescentes. Un día descubrí unos pocos en una caja de zapatos. No sé por qué antes todo se guardaba en las cajas de zapatos. Eran como el cofre donde se escondía el tesoro en los cuentos de piratas. En esa caja había un libro con las poesías de García Lorca y el Tenorio de José Zorrilla. A lo mejor es porque a mi padre le gustaba el teatro y dirigía el grupo artístico del pueblo. También era el actor principal y dicen que era el mejor entre los que hacían teatro por los pueblos de la Serranía. No lo sé, yo sólo lo vi una vez, haciendo de don Juan Tenorio la noche de las ánimas, a la que ahora le han cambiado abruptamente el nombre por el de Halloween. Si Bécquer levantara la cabeza seguro que se nos aparecía por las noches y nos convertía en muertos vivientes vagando, como almas en pena, por las nieves sorianas del Moncayo. Luego nos fuimos a vivir a otros pueblos, el primero a Vilamarxant, y recuerdo que la camioneta, al llegar a la replaça donde estaba el horno que habían comprado mis padres, iba cargada con los muebles, no sé si había también una máquina de coser y una radio en la que, todas las tardes, mi madre y un grupo de vecinas escuchaban Ama Rosa.

En aquellos años las bibliotecas apenas existían. Sin embargo, la gente leía mucho. Claro que no leía las obras maestras de la literatura, sino unas novelitas que se vendían en los quioscos o las traía el autobús de línea una vez a la semana. Tenían cubiertas fantásticas y en la contraportada de las más modernas se anunciaban los pantalones Lois, el coñac Veterano o biografías de artistas famosos como Maurice Chevalier o Richard Widmark. Eran historias del Oeste, del FBI, de Ciencia-Ficción, y también de las que se llamaban «de chicas», en las que quien se llevaba la palma era Corín Tellado.

Ya sé que no era gran literatura la de esas novelitas. Imposible que lo fuera si pensamos que sus autores se escribían dos o tres a la semana. Sin embargo, sí que había algunos de esos escritores que cuidaban mucho sus relatos. Todos tenían nombres extranjeros. El motivo era doble: la editorial decía que cómo se iban a vender novelas del Oeste llamándose el autor Francisco González Ledesma. Y por eso se puso Silver Kane en sus novelas. O de Ciencia-Ficción con el nombre de Pascual Enguídanos, que era de Llíria y se vio convertido en los más exóticos George H. White o Van S. Smith. El otro motivo tenía que ver con la política: muchos de esos escritores eran republicanos represaliados y no era conveniente para el negocio editorial buscarse problemas con las autoridades de la dictadura. El caso es que con esos libros empecé a sentir una casi enfermiza pasión por la lectura. Nunca abandoné esas novelas, nunca. Y, entre muchos otros, aquí están los nombres de Alf Regaldie y A. Rolcest para completar, con los dos anteriores, un auténtico póquer de ases. El primero se llamaba Alfonso Arizmendi Regaldie y sufrió siete años de cárcel después de la guerra. También supo de la represión franquista Arsenio Olcina Esteve, joven anarquista de Alcoi que escogió el seudónimo de A. Rolcest para firmar sus novelas.

Este domingo -dedicado a la Fira del Llibre de València, cuyo inicio en estos días ha sido postergado por la crisis pandémica- quería ofrecerles a ustedes un entrañable mano a mano con el recuerdo, que es uno de los juegos más hermosos del confinamiento. Y con ese recuerdo, el homenaje a quienes me enseñaron a amar apasionadamente los libros, esos libros que alguna gente seguirá guardando en una caja de zapatos, como si fueran esas cajas el cofre donde se escondía el tesoro en los cuentos de piratas.