Hoy se celebra el centenario de la muerte de Joselito o Gallito, pues así es como la afición conoció siempre al menor, y más preclaro de la dinastía de los Gallos. Y, pese a ser -como fue- el pilar sobre el cual se cimentó la época dorada del toreo; pocas han sido las líneas que la literatura, con mayúsculas, dedicó al ínclito estoqueador. Salvando la prensa especializada -en la cual se incluye un sinnúmero de biografías- lo que podemos leer o saber a cerca de él, siempre nos llega como irradiado por dos de las personalidades que más intuyeron e inspiraron la intelectualidad artística del primer tercio del pasado siglo: Juan Belmonte e Ignacio Sánchez Mejías. Este hecho, podemos asegurar, no fue fruto, en ningún caso, de omisión o injusticia hacia el torero. Simplemente, Joselito vivió nada más que por y para el toro; fuera de este hábitat eran muy pocas las cosas que excitaban su curiosidad; y aún era menos el tiempo destinado a todo aquello que no guardase íntima relación con su vocación. Allende del albero carecía del gracejo de su hermano Rafael, la perspicacia de Belmonte o la autoridad subyugadora de su cuñado Ignacio. Pese a su peso profesional e influencia en el devenir de la tauromaquia, el menor de los gallos era un tipo sin aristas exóticas más allá de la escena. Su ingenio ante los astados conmovía hasta la médula a cualquier taurino, pero dejaba fría a las élites culturales del momento. Es más; su muerte prematura lo dejó al margen de una de las generaciones más entregadas al culto de la tauromaquia: la del 27.

Sin embargo, éste fue objeto por su sincero altruismo, más que de admiración, de devoción por parte de compañeros, empresarios y aficionados dentro de los lindes de su dominio: el toreo. Obsesionado por la propagación de la fiesta en España, apuntó a la única fórmula capaz de hacerla más asequible: la construcción de circos monumentales que abarataran el presupuesto sin menoscabo de los insoslayables gastos de organización.

Y así se lo recriminaba José Camará -amigo íntimo y más tarde insigne apoderado y empresario- que no comprendía como Gallito no se subía a sí mismo los honorarios. Y, a la insistencia de por qué no se los elevaba, Joselito le contestó: «Entiendo mejor que nadie cuanto comentáis, tanto tú como el círculo de mis íntimos, y agradezco vuestra insistencia, pero yo quiero pasar a la historia como el mejor torero y benefactor de la fiesta. Si pidiese más dinero estaría dando motivos a los empresarios para que abusasen con el precio de las entradas, cosa que iría en detrimento del público al que, por encima de todo, quiero defender».

Si hoy tenemos plazas monumentales se lo deberemos, incuestionablemente, a Joselito. Su amistad con el ilustre arquitecto don José Espeliús y Ánduaga lo animó a promover la necesidad de crear un coso monumental en Madrid. Mientras tanto en Sevilla los contactos con su paisano y arquitecto don José Espiau y Muñoz, aceleraban el proyecto de ejecución de la monumental en esta ciudad.

El final de esta obsesiva insistencia ya lo conocemos. Aquí, en Sevilla, Joselito pudo ver materializado su sueño: el 6 de junio de 1918, tras tres años de obras se inauguró este monumental circo, con capacidad para 23.000 espectadores. Aproximadamente 10.000 más que la Real Maestranza. Y, obviamente, las entradas suponían un alivio económico para todos los bolsillos. ¿Por qué se cerró definitivamente en 1921, y terminó siendo derribada nueve años después? Pregúnteselo usted a la competencia. Muerto Joselito, promotor y protector del inmueble, a los maestrantes les fue sencillo concluir lo que comenzó con un boicot al proyecto, siguió con una denuncia a la endeblez de las estructuras y, finalizó con la demolición de este «atentado» arquitectónico contra la salud económica de las futuras generaciones de maestrantes. Así de sencillo.

En la capital de España, la crecida insistencia de Joselito, tras ver erigido, por fin, aquel onírico proyecto en su tierra, comenzó también a fructificar. El 28 de junio de 1919 y firmada por don José Espeliús se presentó ante la diputación madrileña la documentación de un circo monumental con capacidad para 26.000 espectadores. Su instigador, José Gómez Ortega, no pudo disfrutar de la culminación de este proyecto.

También la monumental de Pamplona es consecuencia del obstinado ideario empresarial del sevillano. Su arquitecto, don Francisco Urcola Lazcanotegui, coautor en la ejecución de las obras de la sevillana Monumental junto a don José Espiau y Muñoz, dejó reflejada en su obra pamplonica la impronta de su inspirador, pues son más las similitudes que las diferencias entre ambos edificios tauromáquicos.

En Talavera no solo se perdió al hombre y al torero, sino una cabeza empresarial que apuntaba a una revolucionaria gestión del sistema sin menoscabo de las piezas esenciales y, anteponiendo, ante todo, los intereses del espectador, incluso en ciertas circunstancias, a los del propio matador. Para ello predicó con el ejemplo. Ante los indicios desvelados en el transcurso de su vida profesional, es fácil pronosticar el papel que hubiese desempeñado al final de su carrera en la dinamización y engrandecimiento de la esta. Si tan solo hemos asistido a la cristalización de uno de sus conceptos: las plazas monumentales.

No quiero pensar a dónde hubiese elevado la tauromaquia, de haberle concedido el destino una vida más larga. La inercia de su ejemplaridad se habría mantenido hasta nuestros días; y este infame mercadeo, del cual todos somos víctimas -es seguro- se hubiese demorado en el tiempo. Todo esto me lleva a pensar que en las escuelas taurinas, antes que el arte de Gallito se debería impartir la ética Joselitista. Y estoy seguro: a todos nos iría mucho mejor.