Joselito El Gallo murió en la flor de la vida, a la edad de 25 años, en la plaza de toros de Talavera de la Reina un 16 de mayo de 1920, tal día como ayer hizo cien años. Su ética, como recordó el maestro Luis Francisco Esplá ayer en un artículo en este periódico, marcó la diferencia y su concepto fue una revelación enceguecedora, literalmente, de la que València tuvo el honor de ser una de sus plazas talismán en los festejos en solitario que lidió a final de temporada.

Joselito, que fue la superación de los concepto de Lagartijo -herencia de su padre y hermanos- y Guerrita -por el tirón popular- y obligó retirarse a Bombita y Machaquito tras su aparición, no fue solamente el último gran torero antiguo sino que fue el primer torero moderno: fue el primer espada en torear en redondo y ligado, en aportar esa línea curva al muletazo en una época donde predominaba la línea recta en la ejecución de las suertes, una aportación técnica tan importante como la de Juan Belmonte.

Los siete toros de Martínez

Si hubiera que fechar el descubrimiento para patentarlo, se tendría que hablar del 3 de julio de 1914, tarde en la que Gallito, con tan solo 19 años, lidió siete toros de Vicente Martínez en Madrid y, en uno de ellos, dio un ramillete de naturales, algo movidos, pero girando sobre sí mismo con los talones para aportar hondura a la suerte, un elemento consustancial con el toreo actual. Es decir, la forma de colocar el cuerpo en el embroque, con la suerte cargada, con el peso apoyado sobre la pierna de salida y la embestida del toro vaciada detrás de la cadera, moldearon la simbiosis de la línea métrica en el muletazo actual. Un descubrimiento sustentado por una tauromaquia perfecta hasta el momento, caracterizada de valor, inteligencia, clase y poder, que culminaría años atrás en el muletazo que conocemos hoy en día con la quietud definitiva de Chicuelo, la cercanía pavorosa de Manolete y el temple de Belmonte.

En ese sentido, Pepe Alameda expuso en su libro El hilo del toreo que Joselito, cuando toreaba al natural, «mandaba al toro hacia fuera, lo hacía venir por su línea natural, sin 'expulsarlo', reunido hacia su pierna izquierda que permanecía fija sobre su punto de apoyo inicial. Luego, José, llevaba la muleta atrás para marcar el viaje en redondo. Y, una vez consumado el pase, sin quitar la muleta de la cara y sin mover de su sitio aquella pierna izquierda, volvía a tirar del toro y repetía la suerte, logrando el toreo en redondo. Lo hacía sin ningún propósito esteticista, con dedicación funcional, probando una trayectoria y, sobre todo, un enlace de suertes en verdad sorprendentes, porque se advertía que eran el resultado de una voluntad, de una 'conciencia' torera, de artista que está pensando ante el toro y con el toro».

Durante ese tiempo, los intelectuales, motivados por la belleza plástica y el signo poético del espectáculo, volvieron a una plaza de toros en un intento de desmitificar este arte, limar sus diferencias con él y combinar los métodos artísticos que ofrecía la fiesta brava para explorar las posibilidades de la libertad humana con sus obras. La fuerza creadora destacó en Juan Belmonte y en Joselito, la atronadora y majestuosa torería con el único propósito de conquistar el mundo.

La admiración de los intelectuales

En esta era crepuscular acudieron a las plazas de toros Ramón Pérez de Ayala o Valle Inclán. Antes, Blasco Ibáñez ya había incluido los toros en la literatura con su Sangre y arena. La generación posterior -el grupo del 27-, estimulada por la melancolía del sentimiento y la gama de sensaciones contadas por los anteriores intelectuales, no se plantearon ningún problema para acudir a los toros. Los pintores, seducidos por ese homenaje a la belleza que supone el toreo y su impacto luminoso, como Sorolla, Ramón Casas o Julio Romero de Torres también se aficionaron. En el teatro, de la mano de Jacinto Benavente, y en los espectáculos, de la mano de Pastoria Imperio y los hermanos Quintero, también se aproximaron a la fiesta brava.

Hay que subrayar que los intelectuales se inclinaron más por Belmonte porque a Joselito, que vivía por y para el toro, le profesaban admiración la aristocracia ganadera y los propios toreros. El impacto por su muerte fue total y nació la leyenda. De hecho, Gerardo Diego dedicó una de sus poesías más sentidas a Gallito bajo el título de «Elegía a Joselito», Valle Inclán lo definió como el «ingeniero del toreo» y José Bergamín, en su libro El arte de birlibirloque, lo describió como un «luzbel adolescente caído por orgullo de su inteligencia viva» y aseguró en las misma páginas que en su adolescencia, la figura del torero sevillano le influyó más que las lecturas de Pascal o Nietzsche: «Gallito verificó el arte birlibirloquesco de torear de Pepe Hillo y fue, seguramente, la inteligencia viva natural más extraordinariamente sensibilizada; por eso el toreo en sus manos parecía magia, prodigio, maravilla: inteligible juego de prestidigitación». En ese sentido, Federico García Lorca, en la presentación de la conferencia que dio Ignacio Sánchez Mejías en Nueva York, definió a Gallito como «una inteligencia pura, sabiduría inmaculada» y, en su conferencia Teoría y juego del duende, destacó «el duende judío de Joselito».

Por su parte, Juan Belmonte, ese torero de estética vanguardista y original que introdujo el temple a través de cruzarse al pitón contrario y que compartió cima con Joselito El Gallo en la edad de oro, contó con sinceridad a Chaves Nogales la admiración que le profesaba: «Joselito era un rival temible. Su pujante juventud no había sentido aún la rémora de ningún fracaso; las circunstancias providenciales que le habían hecho llegar gozoso casi sin sentir y como jugando, al máximo triunfo, le hacían ser un niño grande, voluntarioso y mimado que se jugaba la vida alegremente frente a los demás mortales. Una actitud naturalmente altiva como la de un dios joven. En la plaza le movía la legítima vanidad de ser siempre el primero y, para conseguirlo, se daba todo de él a la faena, con una generosidad y una gallardía pocas veces superadas. Frente a él, yo tomaba la apariencia de un simple mortal, que para triunfar ha de hacer un esfuerzo patético. Creo que esta es la sensación que uno y otro producimos».

Tanto era el asombro que Belmonte dijo muchas veces que aprendió a torear al lado de Joselito. Es decir, uno aprendió del otro lo que no tenía y nació el fundamento del toreo moderno para, entre los dos, repartirse el peso de la fiesta y de la historia.

La selección de un nuevo tipo de toro

Asimismo, la innovación belmontina, que al cruzarse al pitón contrario redujo los espacios entre el toro y el torero, exigió una estilización de la bravura porque el toro del siglo XIX solo duraba un tercio y arrollaba y se defendía, no tenía esa clase en la embestida como ocurre hoy en día. Otra de las obras de Joselito, además de sentar las bases de las plazas monumentales, es la creación de un nuevo tipo de toro. Gallito asesoró a los ganaderos y aconsejó -casi imponiendo sus ideas- que cruzaran los animales con sementales de Vistahermosa, un toro más bravo que sostuvo el pulso a Joselito en la muleta y que formó una sangre que se encuentra en el 90% de la actual cabaña brava. Es decir, además de la fiereza en el caballo se valoró también en las tientas -en las que estaba presente Joselito- la calidad del toro para su lidia, cada vez más larga, en la muleta.

Ahora, el periodista Paco Aguado ha reeditado la biografía El rey de los toreros con la editorial El Paseo, una obra fundamental para entender la importancia de Joselito El Gallo en la tauromaquia. El legado de Gallito, un artista con una personalidad insuperable en el toreo, sigue siendo el cuerpo barroco y desnudo del toreo actual, ese tesoro vivo y efímero de la torería y el dominio que todavía emociona en el siglo XXI porque Manuel Granero, Chicuelo, Marcial Lalanda, Domingo Ortega, Manolete, Paco Camino, Luis Francisco Esplá y Enrique Ponce han sido sus grandes herederos, el hilo más auténtico del toreo joselitista.