Ya se sabe que la cultura es la hermana pobre de la familia en este capitalismo cerril que sólo se explica, a sí mismo y a los demás, con el lenguaje del dinero. Sin embargo, qué poca cosa sería la vida de la gente sin tener a mano una explicación más o menos ajustada de lo que nos pasa. Por eso, aunque sé que la mayoría vive enganchada como una lapa al terror apocalíptico de los telediarios, hago lo que puedo en defensa de los libros. Ya sé que aquí no lee ni dios, que hay quienes escriben sin haber leído un libro en su vida y no los condenan a cumplir prisión permanente no revisable en una biblioteca, que leer en este país es, salvando todas las distancias, lo mismo que están haciendo el personal sanitario y otros colectivos igual de admirables con la crisis del coronavirus: una heroicidad.

El caso es que la pandemia y el estado de alarma obligaron a cerrar espacios que podrían suponer un riesgo para la salud de quienes los visitaban. Uno de esos espacios fueron las librerías. La verdad es que eso es una cosa rara, porque no es lo mismo cerrar un estadio de fútbol que una pequeña librería, pero todo sea por preservar la expansión del puto bicho en medio del desasosiego que empezó con el año y a saber cuándo acabará y de qué manera. O sea, que las librerías echaron el cierre sin saber, como también otros negocios, cuál sería su futuro. Pues bien, ese futuro empieza a abrirse a la esperanza. La cita previa para comprar libros seguirá a otra versión en que pequeños grupos ya podrán cumplir, según el aforo y respetando la distancia justa, con sus hábitos de lectura y con el mejor hábito, aún, de comprar los libros en su hábitat más natural: una librería.

En los libros está la vida: más que la vida, decía Jorge Semprún. Los mundos que imaginamos son a veces tan de verdad como los que vivimos todos los días. «Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros», escribía Cervantes en el Quijote. Y un poco más adelante añadía: «asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo». Esas invenciones estarán ya en las librerías, como siempre estuvieron. Son, esas librerías, una especie a proteger, el lugar secreto donde se esconde el mapa de la isla del tesoro, los cuatro tablones que muchas veces nos salvarán, mejor que nada y que nadie, del naufragio.

La cultura lo tiene difícil en un mundo cercado por la frialdad ociosa de la tecnología punta, los mercachifles de la política espectáculo y el estragado corazón televisivo de plástico barato. A partir de ahora, una parte de esa cultura nos seguirá ofreciendo la materia noble con que Dashiell Hammett construyó su halcón maltés: la de los sueños. Las librerías saben mucho de esos sueños, siempre fueron la razón principal de su existencia. Nunca supe muy bien qué es eso del futuro. La mejor manera de asegurarlo -en el caso de que exista- es sabiendo, cuanto más mejor, de qué va esto que se llama presente y que hay que levantar con ganas para que salga de la bancarrota que se ha instalado con la pandemia. Y no hablo sólo de la bancarrota económica, claro que no. Me asusta que sólo se hable de salir con garantías de la ruina económica que ha supuesto la crisis del coronavirus y casi nada de la bancarrota ética y social que imperaba antes del bicho. A ver si no todo está perdido, como auguran los cínicos tahúres del apocalipsis. Por eso, y sin excusas, nos vemos mañana. ¿Que dónde? Pues dónde va a ser: en una librería. En la que ustedes elijan, ¿vale?: pero en una librería.