Ahora todo el mundo quiere vivir en los pueblos pequeños. El miedo a veces es como una cura de conciencia. Bueno, siempre estarán esos descerebrados a quienes les da igual montarse una fiestorra de coronavirus en un pueblecito que no sale en los mapas o en las grandes avenidas de València, París o México Distrito Federal. La crisis que se nos ha caído encima ha hecho que miremos lo rural con otros ojos. Ojalá esos ojos cambiaran no sólo la mirada sino eso tan hermoso que es el sentido de pertenecer a alguna parte, de echar raíces para que ahueque el ala todo extrañamiento, de viajar sin agobios de un sitio a otro entre adelfas en flor y ranas cascarrabias: se te hace más largo un viaje en ascensor, incluso con vecinos de tu misma finca, que el que lleva en Gestalgar hasta la Peña María o las huertas del Rajolar por las orillas del río.

Esta mañana indago un nuevo itinerario. Busco las sendas abiertas monte arriba, hacia los viejos pajares de mi infancia. Ya no existen las eras ni los trillos, pero es como si hubieran vuelto porque los sitios se construyen a medias entre lo real y lo que recordamos. La cueva del viejo Royopellejas, que tanto sale en mis novelas, se esconde tras las paredes de la nave en que mi tío Joaquín guarda el tractor que ya no usa y los aperos de labranza. El sendero del Barranco Rivera que no conocía y las ruinas de un chalé colgadas en la ladera de la montaña. Andar por esos caminos cada mañana es como vivir no en esa nostalgia boba que es como una perversión del pasado, sino en ese presente que es una mezcla de lo que somos y de lo que otra gente fue antes que nosotros. Porque los sitios no son nada sin alguien o algo que los habite.

Es temprano y hace un fresco amable entre piedras oscuras y algarrobos, con el olor a ese «milagro de la primavera» que escribía Antonio Machado en su inolvidable Campos de Castilla. En el descenso hacia el río se escucha el rumor del agua al estrellarse con las dos rocas gemelas que son como los cimientos de esa especie de molino cervantino, con sombrero de azulete, que llamamos el Motor, la zona de baños durante el verano que se acerca. Aquí empieza lo que llamo en mis relatos de ficción Paseo de los Chopos. Hay en su recorrido un aire limpio y el mal recuerdo de la mañana en que, hace casi treinta años, se le rompió a mi padre el corazón cuando andaba con su amigo Victorino dándole vueltas a lo que habían vivido hasta entonces, que era mucho y seguramente no todo lo bueno que a quienes perdieron la guerra se les negaría cuando llegó lo que algunos llaman paz y otros llamamos privilegios de la victoria. Poco a poco se acaba el tiempo de todas las mañanas. Este es mi confinamiento particular. Escribir historias que a veces son verdad, otras inventadas y otras que son una mezcla de verdad y de invenciones. En este punto del paseo matutino, ya se rebelan las cervicales, mi ruina más personal e intransferible. Los años, cuando se amontonan unos con otros, son una mierda. Y cuando se ponen a doler son peores que esas venganzas del desamor que canta como nadie Toña la Negra en sus boleros mexicanos.

Ya en casa, mi hermano Claudio también ha vuelto de su paseo: dice que él prefiere el llano. Empezar el día pensando que ojalá tengamos una miaja más de sensatez en esto que se llama desescalada, que lo que venga con la «nueva normalidad» no sea lo mismo de antes, que todos seamos más iguales, que se pueda vivir con una dignidad que la «vieja normalidad» le ha negado siempre a la misma gente. Aquí les dejo, este domingo, con ese «eco de la montaña, solitario, claro y profundo» que cantaba en uno de sus hermosos poemas William Wordsworth. Y el abrazo más grande a quienes siguen trabajando, con una dedicación admirable, para que el dolor que aún persiste sea cada vez más leve o desaparezca para siempre.