No conocía la película. Es de 1999 y cuenta la historia del regreso a sus orígenes de alguien que veinte años atrás dejó el pequeño pueblo de Higueras, en las montañas de León, y ahora vuelve, justo en el momento en que va a desaparecer bajo las aguas de un pantano. La película es Las huellas borradas. Mejor título, imposible.

Regresa Manuel al sitio donde transcurrió la mayor parte de su vida. La infancia. La adolescencia. Los primeros amores, sobre todo el que siempre sintió por Virginia, que no se casó con él sino con su hermano. No sé si sabía Manuel que regresar a los sitios que abandonaste un día ya lejano es imposible. Ya nada es como era entonces. Y sobre todo: quien no es como era entonces es quien regresa. Lo que nos queda en la cabeza es la añoranza, una especie de melancolía crepuscular, la idea de que ha de haber algo que todavía no se haya ido a la mierda durante la ausencia. El amor de antes de la partida (¿de la huida?) tampoco está donde estaba, aunque se sienta a ratos tan fuerte como en los días de aquella juventud, seguramente perdida. El reencuentro con los viejos amigos tiene el paradójico sabor de la alegría y la tristeza. El pueblo va a dejar de existir muy pronto. Las casas y las tierras ya han sido expropiadas. Y la gente. También la gente ha visto cómo el alma, o como se llame eso donde dejamos crecer los sentimientos, se la han arrancado de cuajo para trasladarla no se sabe dónde. Cuando Manuel regresa a Higueras veinte años después de marchar a Argentina, no sabe -o no quiere saber- que los sitios y la gente que más queremos se pueden haber convertido en un sueño, o en la misión, tan titánica como inútil, de una reconstrucción imposible.

Mi amigo y gran escritor Julio Llamazares sabe mucho de lo que hablo. Su pueblo leonés desapareció bajo las aguas de un pantano. En una de sus últimas novelas escribe: «Es difícil ponerse en el lugar de esas personas a las que un día les dicen que tienen que abandonar el sitio en el que han vivido toda su vida». Cerca de nosotros, en esta comarca de la Serranía, tenemos ejemplos de ese abandono. El primer pantano que se construyó fue en Benagéber y el pueblo -aunque hora sigue vivo en buena parte- fue trasladado lejos, ya cerca de València. Lo mismo pasaría luego con Loriguilla: nunca olvidaré los tejados de las casas y las copas de los árboles asomando la cabeza, como restos de un naufragio, un día en que el agua menguaba en los embalses. A Domeño, sin embargo, no llegaron las aguas: trasladaron a la gente pero se quedaron las casas en pie, en la ladera del monte que baja del castillo. Poco después decidieron -quienes deciden estas cosas- derribar todas las casas y arrasar todo lo que podía quedar de su pasado, de su historia. No queda nada. La pequeña ruina del castillo en lo alto de la montaña. Una mancha de tierra imaginaria. Las huellas borradas para siempre.

Por qué lo que más queremos acaba desapareciendo. El tiempo a veces está de nuestro lado, y otras nos apuñala por la espalda como en la peor de las traiciones. Sin embargo, después de pensar en la historia que me habían contado en la pantalla, también sentía una enorme gratitud por haberme ofrecido, aunque fuera ficticio, un regreso a las montañas tan maltratadas de mi tierra. Y me acordé del poeta italiano Cesare Pavese, que tanto vivió paisajes como los nuestros. Fui a la estantería, saqué uno de sus libros y copié esto: «la luz más limpia que jamás tuvo el alba sobre estas colinas». Creo que esa luz iluminaba a ratos el desolado corazón de una película tan triste como hermosa, en la que además salen mis grandes amigos Sergi Calleja y Mercedes Sampietro. Y ahora, que tanto se habla cínicamente y con tanta ignorancia del despoblamiento, me gusta pensar que los sitios de siempre y la gente a la que amamos no van a desaparecer nunca de nuestras vidas mientras los recordemos.