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Crítica musical

Nostalgia de la normalidad

Nostalgia de la normalidad

Prosigue el Palau de les Arts y su Orquestra de la Comunitat Valenciana con el empeño loable de mantener una programación casi camerística en tiempos difíciles de pandemia e incertidumbres. En esta ocasión, y tras la discreta actuación la pasada semana de una sección de cuerdas en la Sala Principal, le ha llegado el turno a un grupo de vientos, integrado casi todo él por músicos valencianos, con figuras sobre el escenario tan incuestionables como la flautista Magdalena Martínez, el clarinetista Joan Enric Lluna, el fagot Salvador Sanchis o, en fin, el trompa Bernardo Cifres.

Trescientas personas distanciadamente esparcidas entre la platea y los palcos siguieron un programa ajeno -como el anterior- a la música española y valenciana, con obras tan dispares como la estupenda Pequeña sinfonía para instrumentos de viento de Gounod (con diferencia lo mejor del programa), la vacua Sinfonía para vientos de Donizetti y la discreta y más que descompensada adaptación que para vientos perpetró el discreto arreglista bohemio Wenzel Sedlák de la Séptima sinfonía de Beethoven.

En el concierto hubo calidad, tablas y oficio instrumental, pero faltó sentido camerístico, equilibrio y un criterio que liderara y unificara las sensibilidades de cada uno de los diez distanciados solistas que poblaban el inmenso escenario de la Sala Principal del Palau de les Arts, oportunamente acotado por la pantalla acústica recientemente adquirida para los nuevos ciclos de Lieder. El programa exigía a todas luces una batuta, sobre todo si se considera que, pequeñas o grandes, las tres composiciones del programa eran sinfonías. Acaso por esta ausencia, en la Séptima de Beethoven-Sedlák el balance instrumental fue más desajustado de lo admisible.

Cierto es que el problema nuclear radica en la propia y deficiente transcripción, pero, aún así, la versión era manifiestamente mejorable en mucho detalles, como el equilibrio de las trompas, que no pueden sonar como si estuvieran tocando dentro de una orquesta sinfónica cuando apenas tienen por compañeros de atril un grupito de cámara. Por otra parte, algo se hubiera disimulado el desequilibrado resultado final si, como es costumbre, al reducido grupo instrumental se hubiera sumado el soporte rítmico de un timbalero. Tampoco hubo acuerdo en algunos finales de acordes, donde la ausencia de un concertador provocó que no todos los músicos cortaran el sonido a la vez, como ocurrió en el delicado acorde que cierra el Allegretto de la Séptima sinfonía.

El programa alcanzó su momento de mayor vuelo técnico y artístico en la Pequeña sinfonía para instrumentos de viento de Gounod, que, aunque en realidad sea un noneto, de pequeña no tiene más que el nombre. Música grande, inspirada y bien escrita, estrenada en 1885, y muy fiel al inconfundible sello romántico y religioso de la última fase de su creador. A la sobresaliente factura del pentagrama se sumó la calidad instrumental de una lectura en la que brillaron sus nueve protagonistas, con especial relieve la flautista Magdalena Martínez.

Una vez más, la ausencia obligada del programa-guía provocó el despiste de un público de nuevo poco ducho, que entre movimiento y movimiento de cada «sinfonía» no se reservó ni un aplauso. El rito del concierto, con esta extraña «nueva normalidad» que es cualquier cosa menos normal, se pierde. Tampoco en esta ocasión hubo un solo bis a pesar de tanto aplauso. ¡Qué racanería ante un público tan generoso!

El jueves, exactamente a la misma hora que estos contados músicos de la Orquestra de la Comunitat Valenciana tocaban la Pequeña sinfonía de vientos de Gounod, ellos mismos tenían que estar tocando en el foso, junto con el resto de sus compañeros y en la misma sala, el programado estreno del Faust de este mismo compositor bajo la dirección del más que veterano Michel Plasson. Ni cantantes, ni coro, ni escenografía, ni sala llena, ni una persona sentada a tu lado para darle con el codo cómplice en los mejores momentos? ¡Qué tristeza! ¿Para cuándo la normalidad de siempre, la que no es ni vieja ni nueva? La que vivieron los afortunados que en 1607 asistieron al estreno de L'Orfeo de Monterverdi, al de Tristan e Isolde de Wagner en 1865 o al de Café Kafka de Francisco Coll en 2014. ¡Nostalgia!

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