Los libros tienen magia. Son como un bálsamo de los que salían en el Quijote. A veces alivian los dolores y otros los aumentan. Pero al fin y al cabo es lo que pasa con la vida: unos días nos saca una sonrisa y otros nos sale de la boca una maldición de las que, aunque fuera con la sordina de la censura, salían en los tebeos de mi infancia cuando la cosa se le complicaba al héroe de la aventura. De tebeos va esta historia que les quiero contar. De esos tebeos que ahora son más gordos y se llaman -o eso creo- novelas gráficas.

Hace un par de semanas me llama mi amigo y escritor austriaco Erich Hackl. Me pregunta si he leído Estamos todas bien, el libro de Ana Penyas que ganó en 2018 el Premio Nacional del Cómic. No lo había leído. Uno no llega a todo lo que se publica. Entonces Erick dice con un cierto énfasis: «Pues léelo porque, además de ser muy bueno, sale Gestalgar». Estábamos en pleno confinamiento. Contacto con mi librería habitual. Las librerías habituales son como una farmacia de guardia. A los tres días tenía en casa la novela gráfica de Ana Penyas.

Cuenta la historia de las dos abuelas de la autora: Maruja y Herminia. Los años cincuenta del pasado siglo. Aún había, sobre todo en los pueblos pequeños, rescoldos de la guerra. En una página pone: Gestalgar 1954. Salen algunas calles, mujeres cosiendo, mujeres mirando por las ventanas, un niño con un perro, una mujer con el bebé en un carrito, las montañas sobre las últimas casas€ Es Maruja, la mujer de don Antonio, el médico. Un santo, le dicen las mujeres. Me entra una cosa rara en las tripas. Resulta que a ese mismo don Antonio lo saco en muchas de mis novelas. Una vez me curó el tifus y me acuerdo de que cuando salí de la cama tropezaba como si las piernas se hubieran convertido en gominolas. A veces lo que recordamos no es del todo verdad, pero yo creo que sí, que don Antonio me curó el tifus porque entonces todos estábamos malos de algo. Se ha avanzado mucho con la sanidad, pero como el dinero público se gasta en otras cosas menos útiles para la mayoría, resulta que llega el coronavirus y no queda pasta para atender la epidemia con la eficacia que requiere la emergencia sanitaria.

Llamé a Álvaro Pons, el tipo que más sabe de comics del planeta, para contarle esta historia. Y flipaba. Me dio el teléfono de Ana Penyas. Le digo que su abuelo sale en algunas de mis novelas. Y flipa Ana al teléfono. A veces la realidad y la ficción son lo mismo. Las novelas inventan historias y luego te das cuenta de que lo que te inventas existe realmente, aunque tú no lo supieras con absoluta exactitud. En mis novelas, don Antonio es un personaje que pertenece a la ficción, aunque existiera en la vida real, igual que existían el tifus y las piernas blandas como gominolas. Y tantos años después, se encuentra con ese otro don Antonio que es el abuelo de Ana en el libro que ha escrito y dibujado sobre sus dos abuelas.

Hace mucho tiempo me dijeron que Antonio, uno de los tres hijos del médico, había vuelto a Gestalgar alguna vez. No sé si a recordar los tiempos en que su padre era el médico del pueblo y él un crío que ya no cabía en el carrito que paseaba su madre por las calles a la caída de la tarde. Las sorpresas en la conversación telefónica con Ana no habían acabado: ese hijo del médico que de vez en cuando volvía a los sitios de su infancia es su padre. Esta columna no es inventada. Todo lo que cuento este domingo es verdad. Los libros tienen magia. Y muchas veces llegan a conmoverte. Como a mí la historia que cuenta Ana Penyas en Estamos todas bien, el libro que ha escrito y dibujado sobre sus abuelas Maruja y Herminia. No sé, pero me gusta pensar que también habla de todas las abuelas que vivieron aquellos tiempos difíciles, unos tiempos de los que ellas fueron, aunque casi nunca se diga, las verdaderas protagonistas.