Escribir es intentar saber qué tiene quién escribe en el lugar del corazón. Es lo primero que me viene a la cabeza cuando leo un libro. La biografía de un escritor es lo que escribe. Pero también lo que vive fuera de lo que escribe. Nunca creí en la esquizofrenia de quien inventa mundos paralelos a los que está viviendo todos los días de su vida. Uno es quien es dentro y fuera de sus libros. Por eso necesito que haya gente como José Saramago para que la vida tenga un sentido que no nos avergüence a quienes la vivimos. Ese sentido es el de la grandeza de lo pequeño, eso que he escrito tantas veces en los periódicos y en mis novelas. Nació el escritor en una familia humilde portuguesa. No pudo, por eso mismo, cursar estudios y un día ganó el Premio Nobel de Literatura. Las dos cosas son una misma cosa si pienso en gente como él: nunca renunció a sus orígenes de clase y eso lo acompañó hasta el escenario sueco donde recogió el galardón más notable de las letras universales.

De niño, le gustaba a Saramago ver la lluvia a través de los vidrios de las ventanas. Y cómo las imágenes de lo que estaba afuera se deformaban en los hilos de agua que se deslizaban por el cristal. Lo cuenta en esa pequeña obra maestra -lo he dicho otras veces- que es Las pequeñas memorias. Será por eso que el mundo se nos aparece demasiadas veces como esa obscena deformidad que Bacon o el mismo Goya retrataban en sus obras. Será por eso que José Saramago miraba el mundo a través de la lluvia en los cristales y construía, con eso tan liviano, delicuescente, un mundo de imágenes poderosas en que pieza a pieza se levantaba el andamiaje de nuestra propia vida. Leer lo que escribe es no cansarte nunca de indagar en lo más noble y profundo de lo humano.

Leo sus diarios y veo el documental José y Pilar y no sé cómo podía aguantar tanto trajín de viajes y escritura. «Desterramos la palabra cansancio», dice en esa película Pilar del Río, su esposa y traductora, cuando le preguntan si el tiempo no les pesa de tanto compromiso acumulado, de tanto ir de acá para allá -como iban mi padre y su grupo de teatro por los pueblos de la Serranía- con la palabra siempre dispuesta a la verdad. Le horrorizaba la mentira: «es posible no ver la mentira incluso cuando la tenemos delante de los ojos», escribe en Todos los nombres, una de sus novelas que más amo, aunque me resulta difícil elegir alguna de ellas entre todas las demás. Si no se hubiera muerto hace en estos días diez años, qué cara se le pondría ahora, en estos tiempos en que se sacraliza la mentira, en que la verdad es un bien cada vez menos cotizado, en que mentir no cuesta caro, sino que muchas veces sucede lo contrario: te concede la gracia de un protagonismo público que a mucha gente nos llena de vergüenza. O como pasa en España en este tiempo convulso, un tiempo en que la palabra comunista -como lo fue él toda su vida- es considerada por algunos un insulto.

Dicen que nadie es imprescindible en ningún sitio. Eso es un tópico. Claro que hay gente imprescindible. Y tanto que la hay. En Gestalgar se murió hace siete años mi primo Miguel y ni el pueblo ni nosotros hemos sido los mismos desde entonces. Cuando el 18 de junio de 2010 nos dejó José Saramago, a mucha gente y en muchos sitios nos pasó exactamente igual. Pero nos quedan sus libros. Y no saben ustedes el orgullo que siento al juntar aquí, este domingo, a Miguel y Saramago. Hay un detalle que los hace hermanos: los dos fueron muy poco a la escuela. Sin embargo, nos legaron lo mejor que nadie puede dejar a quienes nos quedamos: esa dignidad y esa nobleza que dan sentido al oficio de vivir. Desde ahí escribía Jose Saramago. Y desde ahí intento que nada de lo que dijo y escribió a lo largo de su vida me pase de largo en lo que pienso, en lo que escribo. En lo que vivo.