Cuando cierra una tienda de discos desaparece un escenario de mi educación sentimental. Esta vez es Discocentro, en la última de sus múltiples encarnaciones. Su logo circular trae a mi memoria el recuerdo de aquellas alargadas cajas de cartón naranja donde se exponían los compactos. Las manoseaba inquieto tras bajar las escaleras del misterioso subterráneo de Los Pinazo, o en Nuevo Centro cuando me escapaba un rato de mis padres y hermanos aquellos tediosos sábados de compras, o de más mayor, apurando una caña camino del local de Russafa que mañana echa definitivamente la persiana.

Allí, como todavía en Harmony, Oldies y Amsterdam he encontrado más alivio para el dolor del alma, la desesperanza y el aburrimiento que en templos, psicólogos, farmacias y esquinas. Más allá de los placeres puramente musicales, en ellas anida la verdad exhalada por mil voces eléctricas que alguna vez sintieron lo mismo que tú, manuales cantados que te ayudan a desenvolverte en un mundo extraño y complejo cuando necesitas recomponer tu alma a través de los sentidos después de un trauma. Te han abandonado, se ha muerto tu mejor amigo, tripites COU o le das siete vueltas de campana al coche de tu viejo volviendo del FIB. Tranquilo, este elepé te salvará.

Las tiendas de discos son el mejor sitio del mundo. Tienen algo de museo, de juguetería, de cueva del tesoro y de animado foro de discusión sobre lo que sucede en la república del rock and roll. Irradian ilusión y esperanza. Sus habitantes suelen ser personas pasionales, locuaces, insolentes y sabias. En ocasiones, auténticas enciclopedias vivientes que escriben libros, editan recopilaciones y hacen programas de radio. A ellas acuden personajes buscando solaz, conversación, consuelo, compañía o, más prosaicamente, tal o cual edición del álbum que se ha convertido en el motor existencial de su última semana. Por ellas pululan adolescentes formando su identidad, representantes de todas las tribus urbanas, el sórdido coleccionista de Casasimarro, el neurocirujano que ambienta su quirófano con indie y el adulto en rehabilitación que, con las muñecas envueltas en vendas le grita «¡no me presiones, papá!» al anciano que lleva dos horas aburrido viendo a su hijo revolver cartón y plástico como si su vida dependiera de ello, sin saber que eso es justamente lo que ocurre en realidad.

Los establecimientos que sobreviven lo hacen, en gran parte tras haber pasado un proceso de especialización ya sea en cuanto a la oferta estética o al formato ofrecido, casi siempre vinilo, ediciones especiales, originales y otras golosinas para los devotos clientes que acaban por entablar relaciones de amistad y confianza con dueños y empleados. A veces, terminan combinando su propósito inicial con la gastronomía y el ocio, como sucede en Splendini. Y esos lugares son un activo cultural importante para las ciudades y para un tipo de turista que no sólo visita ruinas, catedrales, pinacotecas y monumentos. Gente que, si se pierde en Chicago, Londres, Nueva York, València o París, tarde o temprano aparecerá saliendo de una tienda de discos con una beatífica sonrisa, la bolsa llena y los dedos negros.