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Crítica musical

Noche inolvidable. Noche desapacible

Noche inolvidable. Noche desapacible

Inolvidable noche de festival en el Palacio de Carlos V de la mano de dos músicos que el lunes fueron uno, como ha de ser en los verdaderos dúos. El violinista francés Renaud Capuçon (1976) y la leyenda argentina y universal Martha Argerich (1941) fascinaron y conmovieron hasta a las renancentistas piedras del palacio construido en 1526 por Pedro Machuca en medio de la Alhambra. Ambos unieron sus sensibilidades y talentos para latir conjuntamente y dar vida a tres sonatas para violín y piano tan fundamentales del repertorio camerístico como son la Octava de Beethoven, la Segunda de Prokófiev y, como cierre de programa, la de César Franck, obra que tanto impactó a Marcel Proust, quien acaso la cita veladamente en las páginas de E n busca del tiempo perdido, donde su protagonista Swann, experimenta al escuchar «sus breves motivos» las mismas emociones que todos sentimos la noche del lunes bajo el cielo alhambrista.

No exagera Antonio Moral, director del festival, cuando en su cuenta de Facebook afirma que «conciertos como éste justifican la celebración del Festival Internacional de Música y Danza de Granada de este convulso año». No es solo que Martha Argerich tocara tan excepcionalmente como siempre, sino que hubo un rotundo plus que hizo que la veterana pianista estuviera incluso por encima de sí misma. Pocas veces se la ha visto y escuchado tocar tan resuelta y natural. El nervio y virtuosismo que tanto la distinguen cedieron para integrarse en el instrumento único que es el dúo de violín y piano. Ella, y de la mano de ella un Renaud Capuçon empeñado en mostrar al público un único perfil, casi más pendiente del teclado que de su propio instrumento, dejaron reinar y volar la música, para entregarse y ponerse a su absoluto servicio. Genial.

Cuando la música se escucha tan de verdad, sobran detalles manidos: que si tal crescendo, que si tal dinámica, que si tal acento... El Beethoven apacible y sereno de la Octava sonata para piano y violín fue el preludio de una velada camerística en la que las formas y las sensaciones mutaban sin espacio para ser imaginadas de otra manera. Más que «interpretar», Capuçon y Argerich cedieron sus talentos para que la música -y con ella sus creadores- se expresaran por sí mismos. Rara vez el ideal del intérprete como mediador entre la realidad inerte del pentagrama y la sensibilidad viva del oyente se manifiesta tan evidente. En Granada no se escuchó el Beethoven de Capuçon y Argerich. Se vivió y sintió Beethoven. El más puro y genuino, el que emana de lo más recóndito del alma de artista.

De este Beethoven desadjetivado, al Prokófiev también lírico y efusivo de la Segunda sonata para violín, que no es sino una reescrituración apenas modificada de la Sonata para flauta de 1942, que redactó un año después expresamente para David Oistraj. La sonata brilló en su entraña clasicista y un fondo ensoñador que catalizó de manera absolutamente natural con la fantasía descriptiva que alienta los cuatro movimientos de la Sonata de César Franck que tanto gustaba a Proust y a cualquier otro melómano.

Como el genial cuadro picassiano que retrata (también de perfil, como se mostró Capuçon ante el público del Carlos V) la evolución del hombre desde que nace hasta que muere, también César Franck traza un reflexivo recorrido por la infancia, adolescencia, juventud, madurez y senectud de la vida. De cualquier vida. Los servidores inolvidables de esta velada se adentraron en las sucesivas fases que articulan los cuatro movimientos de la sonata para recrearlas desde sus orígenes. Ilusión, impulso, vitalidad, frenesí, incertidumbre, ensoñación, melancolía, nostalgia, sosiego, tristeza, fragilidad? Los infinitos detalles y matices que tamizan cualquier vida fueron los protagonistas de algo que trasciende y que el lunes trascendió la misma naturaleza de la música.

Un día después, el martes, la Orquesta Nacional de España volvió a comparecer en el Carlos V, en esta ocasión de la mano de su titular, el alemán de origen iraní David Afkham (1983). Lo hizo con un muy comprometido monográfico Beethoven que agrupaba la Obertura Leonore II y las sinfonías Segunda y Quinta. Tras el buen estado de forma lucido por la Nacional en su primera comparecencia (de la mano de Josep Pons y con Mozart en los atriles), en esta nueva ocasión la orquesta no tuvo precisamente su mejor día.

Acaso por la lluvia que precedió el concierto, la consiguiente humedad reinante, el frío de la noche o vaya usted a saber, fue una mala y desapacible noche, con una orquesta que no era ni pálido reflejo de lo que había sido solo dos días antes. Desajustada y desequilibrada la cuerda, y fallones y desafinados los vientos (¡Las trompas!, ¡ese flautín calante hasta lo inimaginable en el cuarto movimiento de la Quinta!). Incomprensible que el concertino o el maestro no pararan entre algunos movimientos para afinar una orquesta que se había apartado bastante del tono. Ni siquiera el virtuoso Manuel Blanco tuvo su día en la comprometida y en esta ocasión fallida llamada de la trompeta en la Leonore II, que más o menos entonó desde la galería superior del Carlos0 V. David Afkham dirigió sin batuta, con gesto bonito e ideas precisas, un Beethoven que parecía empeñado en que todo todo fuera importante y decisivo. ¡Agotador!

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