Antes me preguntaba muchas veces por qué tantísima gente leía los mismos libros. Ya sé que esa pregunta resulta hoy ridícula, simplemente por la obviedad de la respuesta. La publicidad manda. Cartelones impresionantes en las estaciones de tren y en los aeropuertos, anuncios en la radio y la televisión, bombardeos sobre las librerías para que llegar a Luz de agosto o La educación sentimental sea como una aventura del mismísimo Indiana Jones condenada al fracaso. Por eso no sabe, esa magnífica escritora que es Rosario Izquierdo, lo que le agradezco que me hablara, hace un par de meses, de Natalia Carrero y de sus libros.

Escribir es o debería ser un acto de insurgencia, la voluntad de no escurrir el bulto cuando lo que está pasando convertiría la huida en una detestable cobardía, tener la seguridad de que no hay salida, en ningún enfrentamiento, que se vaya a saldar sin cicatrices. Y qué es la escritura decente sino un enfrentamiento. A qué. A quién. En qué condiciones y circunstancias. De eso se trata, precisamente, de ir averiguando de qué va eso que con demasiada frivolidad llamamos sociedad del bienestar y que también podemos llamar capitalismo a secas. Muchas veces nos preguntamos si algunos libros son novelas, o ensayos, o texturas mixtas de biografía propia de quien escribe y de ficción. Eso es perder el tiempo. Los libros están ahí para que nos metamos en sus páginas y podamos descubrir si lo que pasa en ellas es escritura de verdad o una de esas imposturas que, con una solemnidad que aterra, aparecen en los pasquines publicitarios al lado de los que anuncian coches o en esos programas de televisión con una insoportable pinta de modernos. Lo único moderno, en la literatura y en todo, es el conflicto. Y ver cómo quien escribe enfrenta ese conflicto será el reto al que toda escritura se enfrente, sea cual sea el género literario desde el que lo haga.

Había empezado Natalia Carrero con Soy una caja, que fue destacada con un importante premio literario. Después vino, parafraseando a Virginia Woolf, Una habitación impropia. Y finalmente, hace cuatro años, una obra inclasificablemente grande: Yo misma, supongo. Llevo días sumergido en las tres, casi a la vez. Tienen en común lo principal que me gusta encontrar en un libro: plantarle cara a lo que no se dice en casi ninguna parte, o se dice para hacerle el culo gordo a quienes mandan. «Cómo contar lo que no se puede contar», se pregunta Valentina Cruz en el último de esos libros. Pues ahí tienen ustedes, en esa aparente inocencia que encierra la pregunta, lo que hay, lo que van a encontrar en la escritura radicalmente personal de Natalia Carrero, una escritora a la que hasta hace cuatro días -y no me llena precisamente de orgullo reconocerlo- no conocía. Alguien llamará escritura experimental a lo que hace. Hay dibujos que se parecen a los clásicos fanzines, textos como grafitis en las paredes de una habitación donde una mujer, que son muchas mujeres a la vez y voces que son como una sola voz reconocible, se pregunta a todas horas si escribir vale la pena si no es para contarse en voz alta a ella misma y lo que la rodea, como añadiendo lo que escribe -a ratos con un magistral y paradójico sentido del humor- a ese verso categórico de Adrienne Rich: «Nadie nos ha imaginado a nosotras». Qué demonios es eso de la escritura experimental. Ganas de marear la perdiz. La buena literatura y la literatura que huele peor que los desagües. Esa es la cuestión. Es lo que hace, ni más ni menos, la escritora que ocupa hoy esta columna: convertir el lenguaje en la carga principal de la insurgencia.

Leer los libros de Natalia Carrero, como me pasa a mí en estos días de distancia social y mascarilla, te hace saber -como cantaba, con su corneta legionaria, el viejo alguacil por las esquinas de mi pueblo- que escribir no es un refugio contra la inclemencia sino la más fría de las intemperies. Si pueden, y antes de que nos confinen de nuevo en plan hotel de El resplandor, háganse con los libros que les acabo de contar. Si lo hacen, seguro que no se van a arrepentir. Seguro.