En estos días de desasosiego es cuando más se habla de los jóvenes. Y no precisamente para bien. Son los culpables de la extensión del coronavirus, unos irresponsables que sólo piensan en la diversión, en pasarlo bien a base de discoteca y botellón. El tiempo no les preocupa: tienen todo el que quieran por delante. Eso se dice, con demasiada frivolidad, en esta inquietante zozobra que habría de ir más allá de la pandemia que tanto nos angustia.

Cuando en los años sesenta estaba de moda la canción The young ones, de Cliff Richard y The Shadows, no sé si reparábamos en una de las estrofas: «los jóvenes no deberíamos tener miedo para vivir, para amar, porque no seremos jóvenes por mucho tiempo». Y es que nada es para siempre: la juventud tampoco. Pero eso no lo sabemos hasta mucho después, cuando el tiempo no sé si nos ha hecho más sabios pero sí más frágiles, menos dispuestos a cruzar el Mississippi sin que alguien nos amarre bien fuerte la barcaza hasta llegar sin sobresaltos a la otra orilla. La crisis sanitaria ha convertido a los jóvenes en la diana fácil sobre la que disparar las flechas del miedo. Y hay razón para eso algunas veces y otras, como pasa con todo en esta vida, hay razón para todo lo contrario. ¿O es que la gente adulta es toda ella un modelo de responsabilidad? Pues claro que no.

Lo que casi nadie dice es que la crisis económica, la misma que no ha levantado cabeza desde 2008, ha implantado en la juventud uno de sus más encarnizados campos de castigo. Y la de ahora, con motivo de la Covid expansiva, no va a ser una excepción. La precariedad será -ya lo está siendo- su principal seña de identidad. Ahora tenemos los ERTES como defensa frente a la embestida del bicho en el mundo laboral. Y cuando esa defensa termine, los jóvenes serán de los primeros en enlatar su maltrecho currículum para mostrarlo inútilmente en los mostradores del paro. Ya sé que las crisis siempre se ceban con la parte más débil de una sociedad cada vez más volcada en ese individualismo neoliberal que todo lo invade. Y que las sufren no sólo los más jóvenes, sino todo el mundo: menos esos que encienden puros con billetes de millón, como cantaba Sabina en Adivina, adivinanza, una de sus canciones más antiguas.

Pero ahora uno de los colectivos que lo tienen muy crudo son los jóvenes. O eso creo. De aquí a cuatro días volverán, a lo mejor casi encima de su cuarenta cumpleaños, a la casa familiar, a vivir de las igualmente precarias economías domésticas, a pensar que el futuro es ese cuento chino que le cuentan al burro poniéndole en el morro un rábano cruelmente inalcanzable. Todos hemos sido jóvenes alguna vez. Y cuando cruzamos esa línea de sombra hacia la madurez, como en una impresionante novela de Joseph Conrad con ese mismo título, nos entra la neura de convertir nuestra antigua juventud en enemiga. Tal vez porque como decía Gil de Biedma, nos recuerda, la juventud ajena, aquellos viejos sueños nuestros que nunca se cumplieron.

Por eso no es de justicia culpar a los jóvenes, en general, de las abruptas fechorías del coronavirus. Es muy fácil, cuando la angustia aprieta, inventarnos chivos expiatorios para sacudirnos de encima nuestra propia responsabilidad. El tiempo que viene será duro de narices. No podemos ser optimistas radicales porque sería como un insulto a tanto dolor acumulado en estos meses de sufrimiento insoportable. Pero el pesimismo es peor porque te paraliza, porque convierte la esperanza en un juguete que ha perdido su noble y emocionante capacidad para el deslumbramiento. En el espejo de la madrastra de Blancanieves nos miramos todos en estos tiempos de inseguridades a destajo. Y lo que descubrimos es que nadie, a pesar de lo que digan algunos insensatos, es más guapo que nadie. Estamos metidos en un tajo común en que nada, ni la edad ni nada, puede ir por su cuenta como si fuera Gary Cooper en ese canto al individualismo que es Sólo ante el peligro. Sólo los imbéciles -jóvenes o viejos- se ven más guapos que nadie en el espejo, sólo ellos. Que les den?