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Relatos de verano

Las miradas de Maria y Carlota

Las miradas de Maria y Carlota

A mí me extrañó mucho cuando Carlota Sirvent denunció la desaparición de su marido. Fue un capítulo más de una historia extraña, que ya empezó cuando se presentaron aquí, porque ya me dirás quién es el guapo que decide pasar los fines de semana en este desierto. A mí y a mi marido no nos importó cederles parte del terreno. Bueno, tampoco daba para más y pensábamos que, al menos, lo iban a cuidar un poco, a limpiarlo de matojos y otras hierbas. Y que daría un poco de vida a la urbanización. Bueno, eso no. Esta parte del mundo está maldita, ya se lo digo, que tendríamos que hacer las maletas y largarnos de aquí, que solo vienen a emborracharse y a drogarse, allí, en la piscina, y a darse el lote y a montar fiestas de esas de la música a tope. Esta urbanización, ya lo digo, está maldita, desde el asunto aquel del muchacho que se colgó en el hostal, y ya nunca más fue lo que podía haber sido. Se jodió el invento y nosotros nos quedamos vete a saber por qué, porque no había otro sitio a dónde ir, puede que por eso.

Pero volvamos a Carlota. Fue en la Navidad del 18. Un poco después, creo, antes de fin de año. Dijo que su marido había desaparecido, que se había largado de casa y había abandonado a la familia, quizás con la idea de suicidarse o de encontrar a alguien que le ayudara a hacerlo. Recuerdo que salió en los periódicos porque se trataba de un caso como mínimo peculiar. Su marido, Eduardo, no estaba en condiciones de moverse, ya casi no podía hablar, postrado en la cama, sin fuerzas. ¿Cómo demonios alguien así puede abandonar el hogar? Carlota dijo que sí, y recuerdo que lo dijo con vehemencia, llorando, desesperada por no poder verle en el final, y denunció directamente a una chica llamada Carla Poch, una compañera de trabajo de su marido, porque alegó que había merodeado por su casa para proporcionarle ayuda. Dijo que sospechaba que había sido ella, y que se lo había llevado a Suiza, no sé, para morir allí, «porque yo me negué en redondo», dijo. Después se supo que la tal Carla no había viajado a Suiza ni a ningún otro lado, que no había estado en contacto con él ni había levantado un dedo por el marido de Carlota, pero Carlota insistía. Además, parece que Eduardo seguía enviando mensajes desde su móvil, como si de verdad se hubiera levantado de la cama, se hubiera duchado y hubiera huido del hogar para encontrar un futuro mejor.

Carlota, desde aquellos días, seguía viniendo a la urbanización. Esporádicamente. De vez en cuando. Para limpiar la parcela, con su hijo, para pagarme el alquiler. Me dijo que en verano pensaba colocar allí una piscina de esas que son desmontables, pero yo le dije que no había agua en la urbanización, que nosotros teníamos un par de depósitos que llenábamos con una cuba y me pidió que le diera el contacto de la cuba, «porque así disfrutaremos más y vendremos más a menudo». Y también habló de colocar su caravana en el terreno, aunque eso no pasó nunca, y tampoco lo de la piscina, claro, que era muy descabellado.

¿Podía haber imaginado yo que la conducta de Carlota era sospechosa? ¿Podía haber llegado a la conclusión de que fue ella quien mató a su marido y que después escondió el cuerpo justo aquí al lado, en la parcela? Ahora que ya se sabe todo, puede que sí. El ruido que oí esa noche, cuando cavaron el hoyo, podía haberme alertado, y también lo incongruente de la conducta de Carlota, pero, bueno, aquí todo es muy raro, y no estaba yo para meterme donde no me llaman. Además, Carlota siguió viniendo a la urbanización, como si no hubiera ocurrido nada, con su hijo, y recuerdo que merendaban justo encima de donde ahora sabemos que estaba Eduardo. Y además, también es cierto que cuando venían los dos, él en silla de ruedas, que ya no estaba para nada, el pobre, me pareció que se trataba de una pareja la mar de simpática y que ella le daba mimos y le daba la comida y esas cosas que solo pasan cuando hay amor de por medio.

Llamé a la Policía, eso sí, la tarde que vi que Carlota llegaba con la silla de ruedas y la colocaba justo en el centro del terreno, como si fuera un ritual. Se la quedó mirando, me parece que lloró un poco, y dejó, en la silla, un ramo de claveles. ¡Qué voy a saber yo de lo que le pasó por la cabeza! Puede que ya estuviera harta de sus mentiras, puede que la iluminara una especie de rayo de piedad para con el pobre Eduardo. Me acerqué al cercado de cañizo. La miré. Ella me miró. Como si me dijera, bueno, hasta aquí hemos llegado.

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