Guardo en casa una buena colección de aquellas películas. A mí me gustaban especialmente -y me siguen gustando- Demetrius y los gladiadores y Helena de Troya. La primera por la cara de sufrimiento que siempre ponía -y no sólo en esa película- el pobre Victor Mature, y la otra porque Rossana Podestà no ha sido superada, desde aquel prehistórico año de 1956, por mucho que los mitos de Helena y de Troya hayan regresado a las pantallas en numerosas ocasiones. Hace unos días, el tiempo de los romanos regresaba como si la realidad y la ficción fueran lo mismo. El regreso tenía lugar en Llíria, un pueblo -o ciudad, para que nadie se me ofenda- donde viví, como ya he contado más de mil veces, desde los once a los veintitrés años. Ahí sigo teniendo a los amigos de entonces porque en esa edad te van creciendo las raíces de lo que vas a seguir siendo el resto de tu vida.
La ficción de las películas de romanos y la realidad de lo que estaba pasando en el Siglo I surge ahora en la forma de unos lugares que servían de espacio común para el esparcimiento saludable de la población de entonces, de esa antigua Edeta que tantos nombres está poniendo a la vida y cultura locales desde hace muchos años. Las Termas de Mura, se llaman esas huellas que serían enterradas -como tantas otras cosas- en los subterráneos de la historia. Dicen voces expertas en el estudio de aquel tiempo que son los restos de mayores dimensiones y mejor conservados entre todos los de Europa. Los conozco, conozco esos restos, los he visitado algunas veces y sobrecoge el paseo por sus estancias, lo que perdura de sus estructuras, que es mucho y en perfecto estado de conservación, la exactitud -no sólo arquitectónica sino moral, como es toda recuperación del pasado- a la hora de reconstruir lo desaparecido.
Cuando era un crío, las Termas, como tantas otras huellas de la antigüedad en Llíria, formaban parte más de las leyendas infantiles que de la historia. Si saberlo, las películas se juntaban con esa clandestina realidad que guardaba silencio en los sótanos laberínticos de los baños romanos. El eco de esas ruinas resurge ahora en la fascinante arquitectura técnica y humana de un paisaje que nunca hubiéramos podido imaginar, ni siquiera desde la desbordante imaginación de una infancia y una adolescencia que mezclaba los pollos carpantianos del hambre con la refriega sentimental -decir erótica igual es picar demasiado alto- que tenía lugar todos los domingos por la tarde en los cines de la Unió y del Clarín, dos de los sitios que nunca se me han ido al olvido, por más que la memoria muestre a ratos un cierto y justificado aire de cansancio. La música y la historia son Llíria en estado puro. Sé que vivimos tiempos de incertidumbre. Pero tampoco cuesta nada pertrecharse, como los viejos gladiadores romanos con sus redes y cascos protectores, de mascarilla y de distancia normativa y darse un garbeo por las Termas de Mura. Seguro que la visita les vale la pena. Seguro.