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Relatos de verano

La silla de ruedas y los claveles

La silla de ruedas y los claveles

El detonante, ya lo he dicho, fue ese dichoso terreno. Fue como si allí se describiera mi futuro, como si un magnetismo de siglos me atrajera hacia sus profundidades. Ay, no sé, puede que exagere. Una vez cometes un crimen, ya todo vale. Lo he leído en prisión, que aquí hay una biblioteca con libros de citas. Copio lo que dijo un tal De Quincey, que, por lo visto, se atiborraba de opio o sustancias parecidas. Empiezas por matar a alguien, escribió, y acabas faltando a misa los domingos. Y eso quiere decir, según entiendo yo, que una vez has matado a alguien, lo que quieres es encontrar un sentido a lo que has hecho, pero creo que el tal De Quincey, que iba hasta el culo de opiáceos, exageraba al comparar el asesinato con ir a misa, que son cosas distintas, coño. Bueno, lo que quiero significar es que me vi impulsada por un agujero en la parcela que yo ya vi el primer día, en sueños, y que ese agujero tenía que llenarse y que nada mejor que llenarlo con la persona con quien acababa de alquiler el solar.

Un magnetismo que me obnubiló. Porque lo cierto es que yo amaba a Eddy, aunque amar suena muy fuerte, y no me importaba cuidar de él, porque soy una persona con espíritu de colaboración y solidaridad. Hasta que llegó la fiebre del Tinder y me zambullí en ese océano de tíos y perfiles y hasta que di con Tomás, que ese sí que no era como yo, aunque reconozco que colaboración y solidaridad también las tuvo para conmigo. Incluso le divertía, creo.

Miradas de temor

Podía haber sido el crimen perfecto, porque la Policía creo que aparcó el asunto y los periódicos dejaron de hablar de mi Eddy desaparecido, y luego yo me pude dedicar a cobrar su discapacidad mientras el tiempo iba pasando y yo me dedicaba a lo que ya sabéis y también a comprarle una tablet a mi David, que eso se lo debe a Eddy, aunque él no lo sepa. Y seguí trabajando en la residencia, aunque notaba, de vez en cuando, miradas como de temor, como si sospecharan de mí.

Pero quedaba la cosa de la silla de ruedas. Estaba en casa, como testimonio mudo de Eddy, como recordatorio de su ausencia, plegada y en un rincón. Un día decidí cederla al asilo, en un acto de generosidad, para alejarla del piso, pero resulta que no hacía sino encontrármela por los jardines, con uno de esos abuelos encima, hasta que el abuelo la palmó (yo estaba libre, ese día, por cierto) y luego llegó una abuela y se montó en ella, y yo siempre estaba pendiente de la dichosa silla, como si Eddy quisiera comunicarse conmigo desde el más allá. Y un día ya no pude más y me inventé que tenía que recuperarla porque mi madre la necesitaba y no les gustó, pero dejaron que me la llevara. Era mía, de hecho, yo solo la había cedido.

Con la silla en casa, otra vez, pensé que lo mejor era ir al Vergel del Mediterráneo y depositarla allí, en el terreno, como una especie de estatua en honor a la memoria de Eddy. Compré un ramo de claveles, la cargué en el coche y allí me fui. La coloqué justo encima de donde estaba Eddy, pobrecito, como un homenaje, y fue entonces cuando me vio la bruja de la chatarrería y de los matojos y las malas hierbas. Luego llamó a la Policía y excavaron y hallaron a Eddy, en el fondo del hoyo. Y fueron atando cabos, que no era tan difícil, coño, y allí acabó la cosa.

No me siento orgullosa de lo que hice, pero esto es lo que pasó. No sé cuánto tiempo voy a estar encerrada, pero en cuanto salga, que un día u otro saldré, lo primero será ir al Vergel del Mediterráneo para rememorar esas tardes con Eddy, con la sillas plegables y la mesa de cámping, también plegable, y la caravana que nunca instalamos, y la piscina que tampoco estuvo nunca en el vergel, y también las meriendas con David, mientras Eddy descansaba en el fondo.

En el fondo, fue un amor intenso el que tuve con Eddy, una relación apasionada que igual no he sabido reflejar con claridad. Sería una pena que os quedarais con los detalles macabros. Se parece más a lo que dice otro tío de estos que está en la biblioteca. Se llama algo así como Paulo Coelho y escribe cosas tan bonitas como esta: «Hay en el mundo un lenguaje que todos comprenden, es el lenguaje del entusiasmo, de las cosas hechas con amor y voluntad». Y también tiene otra, que me viene de perlas para acabar este último episodio: «No existe amor en paz. Siempre viene acompañado de agonías, éxtasis, alegrías intensas y tristezas profundas». Qué bueno, el Coelho ese, la clava. «Manteneos locos, pero comportaos como personas normales». Lo amo.

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