Han pasado seis meses y es como si hubiera pasado un siglo por lo menos. La vida se ha convertido en muchas vidas. El rostro que se despertaba al amanecer, envuelto en la maravilla luminosa del silencio, se abre ahora a las noticias triunfales del apocalipsis. Qué queda del antiguo recuerdo y de las flores, como se preguntaba el poeta romántico William Wordsworth en un poema titulado Inmortalidad, el mismo que utilizaría Elia Kazan para su extraordinaria película Esplendor en la hierba. Estaba próximo Kazan al Partido Comunista de los EEUU, a finales de los años cuarenta. La Guerra Fría después de la Segunda Guerra Mundial. En el mundo del cine hubo juicios contra quienes eran considerados de izquierdas, antiamericanos. Los presidía el senador republicano Joseph McCarthy. Las listas negras de Hollywood. Muchos delataron a sus compañeros. Entre ellos, Elia Kazan. Cuando le concedieron el Oscar honorífico hace unos años, era impactante ver sentados en sus butacas, con el semblante comprometidamente serio, a Tim Robbins, Susan Sarandon, Ed Harris y Nick Nolte, mientras la sala enfervorizada aplaudía a rabiar al homenajeado. Sus rostros retrataban claramente lo que pensaban: Elia Kazan era un delator. Un chivato. Eso era, por muchos homenajes que le hiciera la industria del cine.

Cuando empezó la crisis del coronavirus, pensábamos que ese desastre nos iba a hacer mejores personas. Pensábamos que recuperaríamos viejos valores olvidados: la generosidad, la solidaridad, ese sentido de la igualdad que habría de ser el motor de una sociedad cada vez más dividida entre ricos que lo tienen todo y pobres cada vez más condenados a la pobreza extrema de la supervivencia imposible. Las semanas del confinamiento llegaron los aplausos, el reconocimiento a quienes se estaban dejando la vida por nosotros, las canciones que nos juntaban todas las tardes, a las ocho, en esos homenajes más que merecidos. Nos gustaba pensar que la gente iba a ser mejor en adelante, que la enfermedad y la muerte iban a cambiarnos moralmente de los pies a la cabeza, que la vida se habría de convertir en muchas vidas para, todas juntas, empujar sin atascos el carro de la vida en compañía, una vida nunca ya abandonada a los impulsos del desprecio hacia quienes no piensan como nosotros: el puñetero virus sería, paradójicamente, el nexo de unión entre las diferencias felizmente condenadas a entenderse.

Ahora sabemos que estábamos equivocados. Los contagios han convertido en proscritos a quienes los sufren. Un ejemplo muy claro me lo cuenta una amiga: en un pueblo del interior, un joven da positivo en la prueba PCR. Inmediatamente las redes se incendian. Salen públicamente su nombre, su fotografía, cualquier detalle que lo convierta en diana perfecta para los del odio. Este joven ha dado su explicación: nunca hizo vida común desde que supo lo del contagio, seguramente provocado por alguien sin síntomas del virus. Su vida es la del confinamiento absoluto desde entonces. Pero la sentencia ya está dictada. Alguna gente -emboscada en ese obsceno anonimato de las redes sociales y sobre todo de sus bulos- se ha convertido en juez y parte de una realidad en que la delación y el chivateo han borrado, precisamente, todo aquello que de bueno esperábamos hace unos meses. Como decía Leonard Cohen: «nos hemos convertido en barro».

Me he acordado de Elia Kazan colaborando en la cacería de sus compañeros. El caso que les cuento no es un único caso: saben ustedes que son muchos más, que en muchos sitios sólo porque alguien se tenga que hacer las pruebas de la Covid-19 ya se le considera un apestado, que el dedo acusador ha sustituido a las canciones y los aplausos de los balcones. O sea, que el bicho coronado no nos ha hecho mejores sino, tal vez y sin ánimo de generalizar, peores de lo que pensábamos cuando creíamos, ilusoriamente, que éramos felices y comíamos perdices. La enfermedad y la muerte han levantado la veda para poner en marcha la caza del otro. Ojalá esas voces, llenas de una maldad que roza lo criminal, desaparezcan en esas otras que hablan sin parar de la esperanza. Si alguien piensa que todo está perdido es que los malditos chivatos nos están ganando la batalla. Y eso no lo podemos consentir. Para nada lo podemos consentir. Para nada.