Fuera de compás

Pesadilla en el parque de atracciones

Pesadilla en el parque de atracciones

Pesadilla en el parque de atracciones

Fernando Soriano

El rock siempre fue una cosa bastante simple, al menos hasta que llegó Dylan. Ritmo, electricidad, melodía, energía, pocos acordes, algún punteo y letras que retrataban el sentir de una generación de adolescentes con gustos, vivencias e inquietudes diferentes a las de sus padres. Una enorme masa de gente joven, con cierto poder adquisitivo, clamaba por un mundo a su medida que venía a ser el reflejo del imaginario proyectado por las radios, los televisores, los conciertos y los vinilos. Un universo repleto de coches, playas, bailes, chicas, declaraciones de amor, chicos, peleas, corazones rotos, angustia consumista-existencial, batidos, hamburguesas y parques de atracciones. Se escribieron muchas canciones sobre estos recintos donde aquellos jóvenes americanos, llegado el verano y acabado el instituto, mitigaban su miedo a la bomba a base de glucosa y adrenalina.

Freddy Cannon lo relataba perfectamente en la tremenda Palisades Park, puro rock and roll adornado con sonidos ambientales del propio parque y un organillo que te traslada, inevitablemente, a ese archiconocido escenario. En las mismas coordenadas, pero con las armonías vocales marca de la casa, los Beach Boys proponían una guía para viajar a través de Estados Unidos buscando la diversión en tiovivos, montañas rusas, casas de la risa y similares en la maravillosa Amusement park U.S.A.. Por su parte, Jonathan Richman rendía homenaje a una de las atracciones más antiguas del mundo en Roller coaster by the sea y los Dirtbombs usaban su infeccioso garaje para contarnos la desilusión que produce acudir sin dinero a esos tinglados en Cedar Point '76. En ocasiones, la montaña rusa podía ser una metáfora sobre los efectos que produce el consumo de LSD, como contaban los 13 Floor Elevators en Rollercoaster. O de las relaciones personales, como en esa oscura paradoja preñada de odio venenoso que es la sublime Pesadilla en el parque de atracciones, de Los Planetas.

En fin, que todo esto me sirve para contarles que, la semana pasada, me quedé atrapado en uno de estos artefactos del demonio en Marina D'Or. A quince metros de altura, casi a medianoche, con la única compañía de un fulano gritón (mi hijo se bajó a tiempo) que se agitaba grotescamente haciendo temblar todo el invento, descojonado, disfrutando las vacaciones. Mientras, yo mandaba vídeos del evento a la muchachada y hablaba por teléfono con mi mujer, allí abajo junto a nuestros pequeñuelos, sobre mis últimas voluntades en medio de un ataque de risa nerviosa. La encargada, tras informar que la avería se debía al sobrepeso de mi acompañante (imagínense la mole), trajo un elevador telescópico que compraron el año pasado cuando sucedió lo mismo, pero con 5 personas a bordo y los bomberos dándolo todo. Con aquel trasto y un arnés bajaron al orondísimo gachó, confiando en que yo, que tampoco soy una sílfide y me negaba a abandonar el vagoncito presa de una crisis de ansiedad, pudiera continuar el viaje, como al final ocurrió. Después, besos, abrazos, lágrimas, flojera de piernas y un copazo que me clavé tras ser obsequiado con las disculpas de la empresa y un mechero. Brian Wilson nunca escribirá una canción sobre esto.

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