No lo sabía. Hace tanto tiempo que vivo tan lejos de casi todo que las cosas pasan y ni me entero. Escribo y leo, miro por la ventana cómo verdean los montes sobre las huertas del Rajolar, retrato mis paseos hacia la Peña María cuando acaba de amanecer y sopla una brisa amable antes de que llegue el calorazo del mediodía. Guardo en una carpeta del ordenador esas imágenes con un nombre: Gestalgar. Paseos del postconfinamiento. Ahora es ésa la medida del tiempo: antes y después del confinamiento. No sé cuánto tardaremos en vivir de nuevo en los balcones, en buscar en la soledad paradójicamente colectiva la parte más noble de lo humano, en desear con rabia que la muerte y la enfermedad dejen de sitiarnos como una incansable y sádica emboscada. A alguna gente le da igual lo que está pasando. Esos negacionistas que se ríen a carcajada limpia de tanto sufrimiento y rinden tributo a la mentira con sus bulos peligrosos. Y esos políticos que piensan en ganar votos en vez de abrazar el dolor de quienes lo padecen hasta el más inconsolable de los desasosiegos. ¡Malditos sean!

Digo al principio de esta columna que no lo sabía, que no sabía que se había muerto Roberto Ruiz. La vida se vive en los veranos, escribía mi admirado amigo y maestro José Manuel Caballero Bonald. Sin embargo, hay veranos muy duros. Hace cinco años, entre julio y agosto, se fueron casi a la vez tres de mis mejores camaradas: Javier Krahe, Manuel Talens y Rafael Chirbes. Unas semanas atrás pasó lo mismo con Juan Marsé. Ahora acabo de leer en este diario que Roberto Ruiz se fue con su Himno de Riego a rendir su particular homenaje a la República, a esa Segunda República que siempre nos juntaba para plantarles cara a quienes la convirtieron -y la siguen convirtiendo- en la mala de todas las historias. Poco sé de su vida, sólo que para él sentirse republicano era un valor incontestable, que la Tercera República era su horizonte, que la fecha para escarbar dignamente en el pasado era aquel lejano 14 de abril de 1931 en que las plazas de este país se llenaron impacientemente de esperanza. Creo que siempre hablamos de eso, sólo de eso. Y lo conozco, igualmente, sólo en ese escenario. He leído ahora de su militancia en el Partido Comunista y en CCOO, de su vida familiar, de cómo era de bueno en esa amistad que es para mucha gente -entre la que me cuento- lo más sagradamente laico de sus vidas. Pero con Roberto siempre hablé de la República. De nada más. Y él vivía -desde la Plataforma 14 de abril por la III República- para alcanzar lo más pronto posible ese sueño inmenso de libertad, igualdad y fraternidad, un sueño lamentablemente borrado del mapa por una democracia que levantó, sobre los cimientos de la dictadura, una Monarquía cada vez con más desconchones de corrupción en sus entrañas.

Hace tiempo, otra ausencia me llegó mientras andaba lejos. Hablo de Marcial Tarín. ¡Cómo vivía este hombre su alma republicana! Lo quise muchísimo y no olvidaré nunca cómo era de buena gente y cómo se trababa al hablar cuando defendía con vehemencia su querida y maltratada República. También se fue sin que me enterara de su muerte hasta mucho después, hace ya algunos años. Su recuerdo, como pasará ahora con el de Roberto Ruiz, se va a quedar conmigo todo el rato. Es bueno envejecer viviendo, decía Pablo Neruda. Y mejor aún si esa manera de vivir tiene que ver con los sueños, con esos sueños que nadie nos va a arrancar nunca porque un golpe de Estado y una dictadura atroz no pueden ser eternamente la manivela que mueva esta democracia a ratos tan miedosa, tan acobardada por los descendientes de quienes se la cargaron con su victoria en 1939. Bien alto y claro, no sé si como una amenaza, lo dijo Santiago Abascal: él y los suyos son hijos de los que ganaron la guerra. Pues sí, ya lo sé. Llevo escuchando esa cantinela desde que era un crío. Pero con la misma contundencia, la misma claridad y más orgullo que el de Vox, yo digo, en esta columna dedicada a Roberto Ruiz y Marcial Tarín, que nosotros somos hijos de quienes la perdieron. ¡Salud y República, queridos amigos!