El maestro Rafael de Paula cumple hoy 60 años de alternativa tras una trayectoria llena de tardes de tormento y gloria que glosan una de las páginas de la historia del toreo más importantes de los últimos tiempos.

El genio nacido en el barrio de Santiago de Jerez se doctoró el 9 de septiembre de 1960 en la bicentenaria maestranza de Ronda, apadrinado por Julio Aparicio delante de los toros de Atanasio Fernández y atestiguado por Antonio Ordóñez, figura rondeña que mandaba en el coso malagueño. Tanto es así, que ese día de la Feria de Pedro Romero, tras cortar cuatro orejas, dos rabos y una pata, el hijo del Niño de la Palma pidió el sobrero para marcar las distancias con Aparicio y el toricantano.

Paula, ese joven gitano rubio, huesudo, fino y tímido de 20 años que de niño aprendió la esencia del toreo en la finca de Juan Belmonte, también triunfó el día de su doctorado vestido de goyesco blanco con pasamanería azabache pero, a partir de ese día, quizá por su bisoñez, arrancó un tiempo de intermitencias durante 14 años en los que no firmó más de cinco contratos por temporada. Una ruina en aquel tiempo que no le permitió ni independizarse.

Una vez decidió casarse con la hija de "Carnicerito de Málaga" y fue padre de familia, llegó la confirmación de su alternativa en Las Ventas. El mayo de 1974, arropado por Robles y Galloso en el cartel, fue determinante. Solo plasmó cinco lances a la verónica, en los que el toreo se convirtió en reliquia y se almacenó en la memoria colectiva de la afición madrileña con un aroma incorruptible, pero le sirvieron para volver a Madrid en octubre, en este caso a la plaza de Carabanchel, para torear en la despedida de Antonio Bienvenida junto a Curro Romero.

"Barbudo", un menudo y precioso toro de Fermín Bohórquez, hizo sonar en el capote y en la muleta de Paula esa música callada del toreo que encendió la plaza y que más tarde escribió José Bergamín, poeta del 27 y colega de Alberti y Lorca. Fue una obra colosal, como ese milagro de los raptos místicos o las apariciones celestiales, porque las verónicas del jerezano salían al encuentro y surgía la torería y la naturalidad con un primer verso y luego otro y así hasta convertir un soneto con la muleta que se hizo real en Carabanchel y que todavía palpita con vida propia en la actualidad: "En el toreo, como en el baile y en el cante, saben más que nadie los gitanos. Supo Rafael El Gallo y sabe ahora Rafael de Paula. De los cuatro grandes Rafaeles (Lagartijo, El Guerra, El Gallo y Paula), sólo vi a los dos gitanos. Vi y oí en su toreo toda la música callada y soledad sonora, que es la esencia y sustancia viva y verdadera del arte de torear: su estilo", escribió Bergamín.

A partir de ahí, Rafael de Paula se alzó como un torero artista, hijo predilecto de los duendes y musa de los poetas bohemios, pero también preñado de sinsabores las tardes en las que la inspiración no le habitaba y tenía que salir escoltado de la plaza.

Ante un personaje así, tan poliédrico como enigmático, ¿cómo abordar su obra? Para entender su tauromaquia hay que acudir al libro Rafael de Paula (1987), escrito por Felipe Benítez Reyes y prologado por Carlos Marzal. De hecho, el propio Marzal asegura que "pose la certeza de que una de las emociones más intensas que a alguien puede acontecerle es el toreo de Rafael de Paula". En ese sentido, Benítez Reyes define a Paula como un torero oscuro, como si él mismo fuese esclavo de los caprichos de su genio misterioso, "una clara oscuridad radiante": "En una faena rotunda puede verse que todo ha sido con una pureza no solo estética, sino técnica también, y que aquello ha pasado a ser una mágica lección de una manera de torear que parecía imposible, impensable. Un torero que más parece ensoñación teórica que realización y sin embargo es real", escribe.

Por eso, la condición de figurar como torero de culto en la historia pasa por sentirse al margen del orden y del canon. Ahora, Rafael de Paula acepta el silencio como norma porque concede muy pocas entrevistas a sus 80 años. Tampoco ha dejado de ser un hombre exigente, complejo y asombroso. Ni un artista sin norma ni reloj. Es, en definitiva, un mito de sí mismo donde todavía late el toreo.