Empiezo esta columna por el final: querer a Lluís Miquel es de obligado cumplimiento. Además, quererlo de esa manera sale barato, yo diría que gratis: es tan buen tipo que no te cuesta ningún esfuerzo sentirlo cerca, abrazarlo como se abraza a la gente que queremos sin atajos ni imposturas, aunque ahora la distancia -también la de los afectos- esté marcada por el puñetero pangolín de las narices. Era casi un crío cuando se subió a un escenario con un grupo de amigos. De eso hace tantos años que, sólo pensarlo, te entra un torbellino de vidas vividas a destajo, casi siempre a contracorriente y a contratodo, metidas de lleno, esas vidas, en el trajín de ir haciendo historia cuando la historia era un cuento chino llena de héroes de pacotilla, como todos los héroes. Y aún era peor la cosa si ese pedazo de historia la querías escribir en valenciano. La dictadura no se andaba con rodeos y su cuento chino lo contaba en ese castellano que en algunos pueblos sonaba más raro que decir te quiero en una canción de Lennon y McCartney. Cuando, no recuerdo si Yolanda o María José, las niñas vecinas nuestras en Vilamarxant, fueron el primer día a la escuela, le dijeron a su madre al volver a casa: "mare, en l´escola a la taula li diuen mesa". Pues ahí, en ese ambiente de cruce extraño de lenguas y fronteras cerradas al progreso, se cocía la cultura de un país que ha visto cómo los trenes de ese progreso pasaban por su puerta sin que se pararan a preguntar -sólo a preguntar- si necesitábamos algo para ser felices. Entonces fue cuando Lluís Miquel y su grupo de amigos se llamaron Els 4Z y se subieron a un escenario para empezar una trayectoria que los habría de convertir en una parte fundamental de nuestra historia. Era un grupo un tanto raro. No hacían el pop o el rock habitual de los sesenta. Verlos con un contrabajo de los grandes en vez de los eléctricos de entonces -como el que tocaba mi amigo Sento con Bruno Lomas y Los Rockeros- era como asistir a un concierto en que la música se convertía en algo distinto, en algo que te sonaba a una mezcla de folk y pop, de letras profundas y, en la voz de Lluís Miquel, una cierta familiaridad con la canción francesa que nos llegaba, sobre todo, en las voces de Jacques Brel y Georges Brassens. Fueron un grupo musical de los mejores, y sé de buena tinta que muchos de sus colegas de entonces, más modernos, los consideran, al grupo y a su cantante, como los padres de una época. Un día la casa de discos Edigsa les dijo que tenían que grabar con urgencia la versión valenciana de Capri c´est fini, el éxito de Hervé Vilard aquel verano, para aprovechar los bolos verbeneros. Así lo hicieron, grabaron a toda prisa la canción y qué pasó: pues que el disco salió cuando era invierno. Menudo negocio. El tiempo pasó (aún llegaría ese prodigio de música y humor que fue Patxinguer Z) y sus estudios Tabalet se convertirían en el principal centro de producción musical y audiovisual de los años setenta en adelante, hasta que la crisis y la desvergüenza política, sobre todo con el cierre de Canal 9, lo acabaron hundiendo. Esos reveses, sin embargo, no hicieron que Lluís Miquel tirara la toalla. Intentó la supervivencia de la única manera que siempre supo hacerlo: currándose una de esas vidas que llena de dignidad a quien la vive. Es ahí cuando más conozco de primera mano lo que son la amistad y la lealtad que ennoblecen a quien las ofrece sin exigir nada a cambio. Ahora el Col·lectiu Ovidi Montllor le va a rendir un homenaje. Será esta tarde de domingo, en la ciudad de València, en el patio interior de la Beneficiència. La lista de participantes es interminable. Está claro lo que decía al principio de esta columna: querer a Lluís Miquel es de obligado cumplimiento. Y para mí, escuchar No te´n vages mai, esa mítica Ne me quitte pas de Jacques Brel, es como volver a los tiempos en que los sueños, los nuestros y los de tanta gente aquellos años, aún no tenían el sabor amargo de la derrota. Abrazo grande, amigo. Y a seguir en la brecha, que tampoco es tan difícil: nos parieron así, y no vamos a cambiar ahora porque a alguien le dé la gana que cambiemos. Cuídate del bicho, ¿vale? Te quiero.