Su pinta tenía la inmensa nobleza de un payaso. En los años sesenta del pasado siglo, llamaba la atención con sus camisas de mangas anchas y sus pantalones de campana, como se estilaban entonces. Lo que no se estilaba es que esa vestimenta tuviera más colores que un cuadro de Van Gogh y, sobre todo, que alguien tocara la guitarra como él la tocaba. Había nacido en Seattle, Washington, en noviembre de 1942. Y desde crío decidió que su mundo iba a ser la guitarra. Empezó tocando en cualquier parte. El sueldo era de risa, pero no había garito que no convirtiera en su casa. En uno de esos garitos lo vio Linda Keith, la novia de Keith Richards, y se quedó con la boca abierta. Intentó que lo contrataran unos managers importantes, pero no lo consiguió. También en esos días andaba por allí Chas Chandler, bajista de The Animals, y cuando lo vio pensó lo mismo que Linda: ¿de dónde ha salido este alienígena? Total, que entre los dos se lo llevaron a Inglaterra. Cuando subió al avión llevaba cuarenta dólares en el bolsillo, toda su fortuna. Estábamos en septiembre de 1966. Eso y mucho más lo cuenta Jas Obrecht en Stone free, un excelente libro que acaba de aparecer, con motivo de los cincuenta años de la muerte de Jimi Hendrix.

En Londres se convirtió en un crack. Conoció y dejó para el arrastre a todos los grandes guitarristas del momento: hay por ahí un tipo que toca la guitarra por la espalda, que es zurdo pero usa una guitarra para diestros, que de repente se pone a tocar la guitarra con los dientes. Eso corría por los ambientes musicales londinenses, que eran en los sesenta el centro del mundo. Un negro con el pelo esponjosamente afro y con unas ropas que nadie sería capaz de ponerse, ni para un baile de disfraces. Pero joder, con la guitarra hasta el mismísimo Eric Clapton lo considera un dios. Son frases que pueden definir perfectamente lo que se decía de Jimi Hendrix por toda la ciudad. Fueron nueve meses de éxito. Regresó a EEUU y en junio de 1967, recomendado por Paul McCartney, participó en el festival de Monterey: después de una actuación apoteósica, acabó quemando la guitarra en el escenario. Lo explicó más o menos así: «sacrificamos lo que más amamos». En Woodstock, dos años después, su versión del himno americano fue fulminante: era como si aviones, bombas, gritos de pánico volaran sobre la innumerable concurrencia. La guitarra parecía tener, ella sola, todos los efectos especiales de Apocalypse now. Finalmente, participaría en el festival de la Isla de Wight, en agosto de 1970. Ahí se marcó una portentosa versión del Sgt. Pepper’s, de los Beatles. Y un mes después moriría, ahogado en su propio vómito, el 17 de septiembre de 1970. Pertenece al club de esos colegas suyos que, como Janis Joplin, Brian Jones, Jim Morrison y Kurt Cobain, murieron a los 27 años.

Era Jimi Hendrix un tímido de campeonato. Pero se crecía en el escenario. Iba siempre a su bola, medio en las nubes, incluso cuando estaba con la gente. Cuenta Marianne Faithfull en su autobiografía que una noche estaba metiéndose de todo la flor y nata del artisteo universal y, sin hacer ruido, Jimi se acercó a Marianne y le dijo que por qué no dejaba al tonto de Mick Jagger, que entonces era su novio y andaba por allí caracoleando con unos y con otras, y se iba con él. No recuerdo muy bien lo que pasó, pero creo que se fueron juntos y él le escribió The wind cries Mary, una hermosa canción de una infinita y lluviosa melancolía: «Recordará el viento alguna vez los nombres que ha soñado en el pasado…» En el libro de Obrecht, la novia del músico, Kathy Etchingham, dice que la canción era para ella. Fuera para quien fuera, sería incluida en el primer disco de su grupo, The Jimi Hendrix Experience.

Se cumple ahora medio siglo de su muerte. Y cuando escucho Hey Joe y Foxy Lady o Purple Haze a toda pastilla (como a él le gustaba tocarlas, aunque, como le pasó una noche a Sting, dejara sordo a todo el auditorio), aún me pregunto lo que seguramente pensó Chas Chandler en aquel garito del Village neoyorquino: ¿de dónde ha salido este alienígena?