Mujeres prostituidas, mujeres humilladas, mujeres utilizadas como objeto de deseo carnal, mujeres perezosas, mujeres decorativas, mujeres que son malas madres. Durante buena parte de la historia del arte se ha codificado a la mujer como alegoría de todos los vicios habidos y por haber. El canon patriarcal se ha esforzado en perpetuar esa imagen, pero es momento de remover todos esos cimientos y emprender una revisión profunda de esa herencia desde una perspectiva crítica.

Es precisamente lo que pretende el Museo del Prado con «Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España (1833-1931)», la primera gran exposición temporal organizada tras la reapertura del museo el pasado 6 de junio (debía haberse inaugurado el 30 de marzo) y que tiene como objetivo reflexionar sobre el papel de la mujer y los diferentes roles que desempeñó en el sistema artístico español desde el reinado de Isabel II hasta el de su nieto Alfonso XIII.

Se trata de una muestra única y autocrítica, ya que el propio museo el que se cuestiona a sí mismo poniendo en evidencia de forma clara muchas de las lacras misóginas que arrastraba su colección. Para ello han buscado en el fondo de sus archivos, han restaurado obras que fueron desdeñadas en su momento y han puesto en contexto otras que hasta el momento no habían sido discutidas.

El título de la exposición hace referencia al papel secundario que ha tenido la mujer en las artes plásticas. Mientras los hombres eran los anfitriones, ellas eran las ‘invitadas’, y no tenían poder para decidir prácticamente nada. El sistema las apartaba, no podían acceder al mismo tipo de educación, y si llegaban a pintar se las subcategorizaba como algo aparte, siendo víctimas de una política cultural por parte del Estado dominada por el sexismo.

«Invitadas» pone de manifiesto no solo la hipocresía y el cinismo con que se trataba a las mujeres artistas (el estatus estaba determinado por la política de adquisiciones y los certámenes públicos en los que no llegaban a participar), sino también la forma en que se representaba el universo femenino desde la mirada de los hombres. Desde esos dos ejes ha trabajado el equipo comisariado por Carlos G. Navarro, que ha declarado que «se trata de un viaje que hace el museo al epicentro de la misoginia de la mano de obras que guardan como testimonio la mentalidad y la ideología del Estado durante el siglo XIX».

No es la primera vez que el Museo del Prado pone en el foco el rol activo de la mujer en el arte. En el 2016 dedicó una retrospectiva a Clara Peeters, pintora flamenca pionera en el campo de la naturaleza muerta, y el año pasado se encargó de poner de relieve las figuras de las renacentistas Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana. Sin embargo, el director de la pinacoteca, Miguel Falomir, ha reconocido que «Invitadas» supone un paso más allá, tanto por su complejo despliegue (133 obras de arte divididas en 17 secciones en las salas A y B) como por su punto de vista conceptual. «Su línea es coherente, historiográfica, feminista», ha manifestado. «No se trata de opinar, se trata de evidenciar».

La exposición se abre con un cuadro prácticamente destruido de la pintora Concepción Mejía de Salvador, en el que el tiempo, el abandono y la falta de cuidados han hecho mella después de haber trasegado de un lugar a otro sin que nadie nunca le hubiera hecho caso. Una bella metáfora de todo lo que vamos a ver a continuación. Por ejemplo: reinas consideradas «no cuerdas» para que no pudieran gobernar («La reina Juana la Loca recluida en Tordesillas con su hija, la infanta doña Catalina», de Francisco Pradilla), moldes patriarcales sobre la virtud femenina («Castigo», de Tomás Muñoz Lucena), adoctrinamientos y paternalismos varios («La rebelde», de Antonio Fillol), mensajes moralizantes sobre las «mujeres extraviadas» «¡Desgraciada!», de José Soriano Fort), la maternidad a juicio («El precio de una madre (A mejorar la raza)», de Marceliano Santa María Sedano), desnudos gratuitos, incluso de niñas, con una mirada claramente pedófila («Crisálida», de Pedro Sáenz Sáenz) o los maniquíes de lujo de Raimundo de Madrazo («Aline Masson con mantilla blanca»).