La vida es lo que vivimos, pero también, algunas veces, es lo que imaginamos. Contar una vida es importante, pero es más importante aún saber cómo contarla. Hace unos meses escribí esta columna de domingo para contarles que el director de cine Carlos Marques-Marcet iba a rodar una película sobre la muerte de Guillem Agulló. Escribo muerte y tendría que escribir asesinato para contar lo que pasó aquel ya lejano 11 de abril de 1993 en el pueblo castellonense de Montanejos. Sí, la palabra que toca escribir es asesinato. Pero demasiadas veces la ley -o mejor, su interpretación- es una fantasía cruel que enturbia la conciencia. Aquel día de la semana pascuera, un grupo de jóvenes fue de Burjassot a Montanejos para pasarlo bien. Normal en esos días de fiesta.

Era un grupo de jóvenes antifascistas, antirracistas, independentistas del colectivo Maulets, un grupo cuyo compromiso era con la vida en el más amplio sentido de la palabra, una palabra que unos cuantos desalmados decidieron, ese día trágico, convertir en todo lo contrario: un homenaje a la muerte. Unos nazis los cercaron en una calle del pueblo y en pocos segundos dejaron tirado en el suelo el cuerpo sin vida de Guillem. Tenía dieciocho años. Uno de esos agresores, Pedro Cuevas, le había arreado una puñalada mortal y luego se fueron todos los nazis cantando el «Cara al sol», como para poner hilo musical al crimen que acababan de cometer. El juicio fue como una emboscada: parecía que el acusado era Guillem y no su asesino. Mucha gente estuvimos allí. Todo quedó, según la insultante sentencia del tribunal, en una riña entre chavales. El autor confeso del crimen fue condenado a catorce años de cárcel, por homicidio, no por asesinato. Cumplió cuatro. Los demás acusados, que habían confesado su participación en los actos que se juzgaban, fueron absueltos. Tiempo después, el asesino de Guillem fue detenido en una redada contra un grupo nazi forrado de armas y, sin que pasara nada, se presentaba tranquilamente dos años después -en 2007- a las elecciones municipales en Chiva por un partido fascista. La vida es demasiadas veces una mierda.

La otra noche vi La mort de Guillem, la película que habla de lo que pasó aquel día y todo lo demás. Tenía curiosidad por saber cómo nos iba a contar esa historia el joven director Carlos Marques-Marcet. Y su elección ha sido felizmente la del riesgo. Un relato que transcurre casi todo entero en el espacio íntimo de la casa familiar. La épica queda para que cada cual la trajine en su memoria, en el susurro cabreado cuando evocamos la cuchillada trágica, en el aire trucado por el odio aquel fatídico día de primavera en un pueblo de montaña. Sale también -y muy acertadamente tratado- el juicio, un juicio que acabó convertido en una burla. Pero me quedo con el protagonismo de ese espacio que prácticamente se resume en una cocina, en un comedor con una mesa y el mantel de hule a cuadros, con las cuatro sillas que ocupan Carme, Guillem, Betlem y Carmina en todas las comidas familiares. Y el gran protagonista de esa sobriedad dramática: el teléfono. Los timbrazos que rompen la luz siempre medio en sombras del relato. Las amenazas que añaden al sufrimiento por la ausencia del hijo y el hermano un plus de daño insoportable. Conozco de cerca esas amenazas. Cómo te desarman en medio del silencio de la madrugada, cómo te rompen por dentro porque los timbrazos son como alacranes que se ensañan con esa paz interior que la otra noche contaba el padre de Guillem después del pase de la película en À Punt. No se conforman, esos de la extrema derecha, con agredir físicamente a los demócratas, asesinándolos como en el caso de Guillem Agulló. Amenazan, casi siempre desde una impunidad inexplicable, la tranquilidad de las casas, los sueños que anidan en esas casas, la vida familiar que intenta convertir en memoria de dignidad y de nobleza el recuerdo de su hijo. El odio es la patria infame de esos canallas. La del joven Guillem Agulló era y sigue siendo la libertad, la solidaridad, esa justicia que a él le negó un tribunal sin ningún atisbo de vergüenza. La película que habla de su muerte sirve para recordarlo. Todo lo que hagamos será poco para que el olvido no se salga con la suya. Ahí andamos.