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Algo personal

Los asientos vacíos

Jack Kerouac

Hace unas semanas leí que se había muerto Diane di Prima. Había publicado hace años ‘Memorias de una Beatnik’ y formó parte de esa generación que se llamó ‘beat’, una generación que tuvo su tiempo en los años cincuenta del pasado siglo y su sitio principal en los barrios cutres de Nueva York. Los nombres que se hicieron famosos: Gregory Corso, Neal Cassady, Allen Ginsberg, William Burroughs y Jack Kerouac. La estrella era Kerouac. Su novela, ‘On the road’, lo convirtió en el modelo de una manera de vivir que transcurría en hoteles llenos de mierda, en apartamentos sin agua caliente, en bares de mala muerte y en las interminables playas de la desolación donde acababan sus sueños de cambiar el mundo. Ninguno de ellos tenía para comer, aunque la verdad es que preferían beber más que zamparse a mesa puesta una hamburguesa con kétchup y cebolla. Todos querían ser famosos con lo que hacían. Y lo fueron algunos de ellos. Otros no tanto, y se fueron quedando en el camino, como dice el mismo título de la novela de Kerouac. Cuando leí que se había muerto Diane di Prima me acordé de ‘Personajes secundarios’, un libro que escribió en 1982 Joyce Johnson, otra de sus compañeras de generación.

Lo acabo de leer. En la cubierta aparece Kerouac en primer plano, y al fondo, desdibujada, una mujer que es Joyce Johnson cuando no habría cumplido veinte años. Con apenas quince, ella y su amiga Elise Cowen acuden a los bares donde se junta la cultura alternativa del momento. Artistas muertos de hambre que no buscan un sitio en el mundo, sino que el mundo vaya a su encuentro, a postrarse de rodillas ante ese Olimpo que al final se revelaría carne de electroshock: «Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura», escribe Allen Ginsberg en su célebre poema ‘Aullido’. El tiempo se nubla en los cristales sucios que dan a la calle, mientras suena en alguna parte ‘You Halways Hurt the One You Love’: «Siempre lastimas a quien amas…». Y en este itinerario protagonizado por hombres, serán las mujeres esos personajes secundarios que se resumen en el título de este libro rabiosamente conmovedor: «Desprovistas de centro, ¿cómo iban a arder con la fiebre que consumía a sus jóvenes héroes? Lo que ellas hicieron, supongo, fue ocupar los asientos vacíos». Lo cuenta John Clellon Holmes en una carta a Allen Ginsberg, y bien que lo aprendió en su propia piel la misma Joyce Johnson, toda la vida a remolque de su idolatrado Kerouac.

Esa generación poco tuvo que ver con la siguiente: aquello de las flores y el amor, de los festivales que encumbraban la música por encima de cualquier otra disciplina artística. Lo que sí sería lo mismo es el papel que jugaban las mujeres en esos dos mundos. En el de la generación beat, ahí quedan los nombres de Carolyne Cassady, Diane di Prima, Hettie Jones, Elise Cowen, Joyce Johnson y de otras como ellas que estaban ahí, con sus novelas y sus poemas, pero nunca salieron de la invisibilidad. En los sesenta, con los grupos fundamentales de ese tiempo, volveríamos a esas mujeres que se limitaban a correr detrás de sus héroes para ocupar los asientos que ellos, siempre ellos, les tenían reservados. El mejor ejemplo de esa tremenda injusticia tal vez sea Marianne Faithfull, seguramente una mujer que superaba en talento a los Kerouac del momento: Mick Jagger, Keith Richards, Jim Morrison, el mismo Bob Dylan y otros parecidos. Al final, lo que queda de aquellos años de la generación beat, y de las vidas que la fueron construyendo, lo expresa muy bien Raymond Carver (que en tanto se parecerá a algunos de sus protagonistas) en el poema ‘Los viejos tiempos’: «Todo el mundo/se ha ido de nuestras vidas ahora».

Pero fuera como fuera, aquellos tiempos marcarían para siempre a las mujeres que los vivieron. Así acaba el inmenso testimonio de Joyce Johnson: «Soy una mujer de cuarenta y siete años aquejada de una permanente sensación de transitoriedad. Si el tiempo fuera un fragmento musical, uno podría tocarlo tantas veces como hiciera falta hasta que sonara bien». La transitoriedad de los asientos vacíos en la vida de Joyce Johnson y de las mujeres extraordinarias que, como ella, habrán de ser recuperadas para que la memoria, de una puñetera vez, vaya más allá de la mirada cautiva de una mujer de veinte años, una mujer que escribe como nadie sus poemas invisibles mientras, como en un susurro, suena una canción de Billie Holiday en un bar de mala muerte.

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