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Crítica musical

Agua fría

Agua fría Justo Romero

Había interés, curiosidad y afecto por conocer la última obra del compositor valenciano Andrés Valero Castells (Silla, 1973), uno de los creadores más activos y dinámicos en la Comunitat Valenciana. Pero el estreno de «Concierto Galdosiano para dos trompetas y orquesta» número 3 ha supuesto un inesperado jarro de agua fría a las expectativas generadas. Cargado de bienintencionadas pero demasiado ingenuas ideas motrices –el centenario de Pérez Galdós, la coincidencia con el 250 aniversario de Beethoven, la pasión del primero por el segundo…-, el conjunto no acaba de cuajar y se conforma como un díptico cogido con alfileres, en el que a la cita larga, manida y redundante de Beethoven se suman otras no menos pintorescas, en un batiburrillo en el que malviven músicas tan dispares como las de Arban, Arutunian, Boccherini, Haydn y hasta el «Resistiré» del Dúo Dinámico, todo enzarzado en un arquitectura sin rumbo que parece construida más bajo la sombra del peor Rodrigo y la música-espagueti de Morricone que por la vena creadora del propio Valero Castells.

Ni siquiera el buen hacer coprotagonista de los trompetas Javier Barberá y Raúl Junquera –ambos solistas de la Orquesta de València- logró levantar el vuelo de una composición que no figurará precisamente entre lo mejor del surtido catálogo de su creador ni de su tiempo. Tampoco el veteranísimo maestro salzburgués Leopold Hager (1935), tan maestro en las músicas de la Primera Escuela de Viena pero tan poco ducho en estos menesteres contemporáneos, era el director ideal para hacer nacer una obra en pleno siglo XXI, por mucho que la misma estuviera más arraigada en el corazón desnortado de la segunda mitad del XX.

Con todo, el estreno fue cálidamente acogido por el público paisano, que no dudó en reconocer el hacer creativo del autor y el esfuerzo interpretativo de maestro, orquesta y solistas. Barbera y Junquera respondieron a tanto afecto y aplauso en plan romanticón, con la melodiosa «Balada de amor» que tocaba el gran Maurice André con su hijo Nicolas.

Antes, como preludio al estreno, se escuchó una desajustada y olvidable obertura «Leonora II» de Beethoven cuyas sonoridades y atributos nada tuvieron que ver con la que dirigió hace años -2013- el valenciano Gustavo Gimeno a los mismos atriles. El programa alcanzó su mejor momento en su trayecto final, con una templada «Quinta» de Schubert a la vieja escuela, dicha con criterio, suficiencia y calidades instrumentales que no se habían escuchado en toda la noche. Pero a la salida, en el confinado regreso a casa, la memoria musical volaba inevitablemente a la vívida y juvenil versión que los mismos intérpretes protagonizaron hace un cuarto de siglo –el 1 de marzo de 1996- guiados por la batuta ya entonces excepcional de Gianandrea Noseda. Schubert tenía 19 años y el milanés 31. Da que pensar.

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